Opinión

ARRIADOS: SOMOS LA SOCIEDAD MÁS BANAL DE LA HISTORIA.

Por: Atawallpa Oviedo Freire.

Somos una sociedad de arriados. No ciudadanos, no comunidades, no pueblos: ganado conducido. Arriados por las élites multimillonarias y por los fascismos que estas activan según su conveniencia. Arriados, además, bajo la ilusión más peligrosa de todas: creernos la sociedad más libre y más avanzada que ha existido, cuando en realidad somos una de las más domesticadas.

Nunca antes en la historia de la humanidad se había alcanzado tal nivel de banalidad, superficialidad y frivolidad. Una civilización entera reducida a la búsqueda obsesiva de placer material: consumir, acumular, exhibir, desechar. Vivir para comprar y comprar para sentir que se vive. Todo lo que no genera ganancia inmediata es descartado: la ética, la memoria, la comunidad, la espiritualidad, la naturaleza.

El homo sapiens sapiens no emergió de la competencia salvaje, sino de la ayuda mutua. La cooperación, el cuidado del otro y la vida en comunidad fueron nuestra verdadera ventaja evolutiva. Hoy esas cualidades han sido reemplazadas por la lógica del mercado total: competir contra todos, incluso contra quienes comparten nuestra misma precariedad. El otro ya no es aliado, es obstáculo; ya no es hermano, es rival.

Así se fabrica la masa: individuos aislados, ansiosos, endeudados, convencidos de que el éxito es exclusivamente personal y el fracaso una culpa individual. Una multitud que cree elegir libremente, cuando solo se mueve dentro de los márgenes que el poder económico permite. Se nos llama “libres”, pero se nos conduce como ganado.

Los ricos son las cabezas de esta manada. No lideran con responsabilidad, sino con ambición ilimitada. Nunca es suficiente: más capital, más control, más extracción, más acumulación. Su voracidad marca el rumbo del arreo, y el resto es empujado a seguir, aunque el camino conduzca al colapso. La riqueza extrema no es una anomalía moral: es el motor de esta civilización enferma.

Este sistema necesita figuras narcisistas, autoritarias y grotescas para administrarse. Personajes como Donald Trump no son errores del sistema, sino su expresión más honesta. Encarnan el culto al ego, el desprecio por la empatía y la glorificación del éxito individual sin límites. Dicen sin pudor lo que el poder siempre ha pensado: que todo tiene precio y nada tiene valor intrínseco.

Mientras tanto, la naturaleza se atrofia. Bosques, ríos, animales y territorios son tratados como mercancía. La Tierra deja de ser casa y se convierte en mina, vertedero o negocio. La destrucción ambiental no es un daño colateral: es una consecuencia directa de una sociedad arriada por la ambición sin freno.

Hemos retrocedido en lo esencial. Hemos abandonado aquello que nos hizo humanos para convertirnos en consumidores dóciles, fácilmente manipulables, fácilmente reemplazables. Y mientras no rompamos el arreo —mientras no recuperemos la solidaridad, el sentido comunitario y el límite ético— seguiremos caminando orgullosos hacia el abismo, convencidos de que avanzamos, cuando en realidad solo obedecemos.