El SALVADOR: BATALLAS CULTURALES.
POR: MIGUEL BLANDINO.
En 1995, una filósofa, profesora de Ética de la Universidad de Valencia, propuso denominar con la palabra “aporofobia” al miedo, rechazo y odio en contra de las personas pobres. En 2017 Paidós sacó al público -en Barcelona- su libro Aporofobia: rechazo al pobre. No se había secado aun la tinta en el papel del periódico salvadoreño que hizo mención del concepto de la Doctora Adela Cortina, cuando ya toda la intelectualidad nativa lo había incorporado a su léxico. Aporofobia para allá, aporofobia para acá, era la moda. Desde entonces, hasta yo me lo aprendí; y por cierto que me atrevo a utilizar con gran naturalidad el famoso término, por ejemplo, cuando necesito un sinónimo para referirme a cierta conducta de la gente. Lo he normalizado, pues.
Sin embargo, con toda humildad debo de confesar que de la Catedrática Emérita valenciana no me he leído ni siquiera el título de ninguno de los innumerables libros, ensayos o artículos que ha producido a lo largo de su extensa vida académica. Por lo tanto, no me consta que ella haya dicho que la aporofobia sea una patología social.
Y señalo esto último, y quiero precisarlo, porque desde hace un tiempo que no alcanzo a determinar, en El Salvador es común oír decir “cuerpo social” como sinónimo de sociedad, “órganos” en lugar de poderes del Estado, “célula básica” al referirse a la familia, “cáncer” al hablar de la actividad que se considera delictiva, “extirpación” para referirse a la ejecución de políticas contra el delito, etc.
En esa lógica, toda persona que es señalada –con razón o sin ella- como delincuente es una especie de virus al que hay que erradicar, eliminar, para sanar a la comunidad. Es decir, hay una especie de tendencia epidemiologicista, cuya intención es la de deshumanizar a quienes son clasificados, por reducción, a un estatus de microbio mórbido, y que deben ser exterminados porque se les considera tan malos como una enfermedad, una gangrena, una sepsis que pueden causar la muerte de toda la sociedad.
Y no solamente se apunta con índice flamígero a los individuos así clasificados, sino también a sus comunidades, a las áreas donde habitan. Sus barriadas y colonias son consideradas peligrosas. Consecuentemente, hacia ellas es que se focalizan y se circunscriben todas las actividades de combate a la criminalidad. Es lo normal, es natural que así sea, y por eso todo mundo asienta en señal de aprobación. Todos escupen al más pobre…, porque siempre hay otro que es más pobre que uno.
Baste recordar cómo hasta hace poco tiempo la Colonia Montreal, en el ex municipio de Mejicanos, era despectivamente llamada zona de mareros y a todo el ex municipio de Soyapango se le apodaba peyorativamente “Soyajevo”, en alusión a Sarajevo, la
capital de Bosnia y Herzegovina, donde a lo largo de los cuatro años de asedio las fuerzas serbias causaron decenas de miles de asesinatos.
En la mente de la población se instalaron ideas que fomentaban el desprecio hacia los pobres y sus lugares de vivienda. Y se hizo creer que nunca los ladrones y los narcos y proxenetas vivieron en los palacios de las colonias elegantes. Ni los que blanquean el dinero en grande, ya sea a través de las criptomonedas, o por medio de la banca y la bolsa de valores o los fondos de inversión. No, por dios. Ellos son la gente de bien y sus lugares de vivienda son zonas limpias de delincuencia.
Antes, hace medio siglo, era Cuscatancingo el que se conocía por guarida de ladrones y, antes de ello, se le temía como una tenebrosa “tierra de brujos”.
Nunca se admitió que Cusca es un cerro al que fueron arrojados violentamente los originarios habitantes del valle, cuando los invasores españoles establecieron sus haciendas y se asentaron donde hoy es la ciudad de San Salvador, el lugar de las mejores tierras, irrigadas por los ríos que bajaban del volcán y con un clima templado y primaveral a lo largo del todo el año.
Ni se dijo que la Montreal creció después de que en 1969 Honduras cometió un genocidio, mediante el cual expulsó a más de trescientos mil salvadoreños de su territorio.
Tampoco se ha reconocido que Soyapango se sobrepobló durante la década del conflicto armado, cuando los campesinos huían de sus lugares para salvar el pellejo que era amenazado por el ejército gubernamental que cumplía la orden de “tierra arrasada” que daban los asesores gringos.
Nada de eso se puede aceptar por parte de la clase dominante porque ello sería tanto como decir que la población del noventa por ciento de los barrios y colonias es gente trabajadora, obrera y campesina, gente laboriosa, la verdadera gente honesta que con su esfuerzo crea la riqueza, el hombre y la mujer “que sostiene el humo de las fábricas”, como afirma Oswaldo Escobar Velado en Patria Exacta.
Toda esta tergiversación de las cosas obedece a la implantación de ideas, según las cuales, la gente es pobre porque no se esfuerza lo suficiente, o porque no tiene la buena costumbre del ahorro y, por último, porque dios así lo dispone. Unos nacen con suerte y otros nacen con “tuerce”, dicen. Nada que ver con el poder y la política.
Últimamente, cuando se platica acerca de estas cosas, se habla de una guerra cultural. Al parecer, quienes eso piensan no paran mientes ni en el origen ni en las consecuencias de esa manera de pensar. Todo lo reducen a una supuesta batalla de ideas que se libra especialmente en las “redes” y que todo se trata de ver quien gana la
“narrativa” para poner al espectador a mirar hacia este lado o hacia el otro y no hacia lo real, lo material.
Así, lejos de mirar en las tripas de las condiciones materiales, todos estos mis paisanos intelectuales se ponen a buscar -en gugl o en feisbuc- el último texto del escritor de moda –el que es “tendencia” esta semana-, para ver si logran aturdir al otro, su interlocutor preferido, que propone una teoría “original”, pero que era el “trendin” de la semana pasada.
Aunque es cosa para llorar, realmente me hacen reír, cuando pienso que esa cuestión es la vieja historia que condujo a Marx y a Engels -que aún eran más jóvenes que al escribir el Manifiesto- a lanzar su Crítica a la crítica crítica en la que -especialmente mordaces- con toda seriedad destrozaron una a una las etílicas y etéreas argumentaciones de los hermanitos Bauer y sus consortes de la juventud hegeliana.
Incluso, un año después, Marx escribió sus Tesis sobre Feuerbach, con las que remató su planteamiento. De modo particular, la tesis segunda y la décimo primera, hablan respectivamente del pensamiento como un problema práctico y no teórico y de que la interpretación de la realidad debe servir para transformar el mundo y no solo para solazarse en su contemplación.
Los intelectuales salvadoreños siguen tomando el rábano por las hojas. De nuevo van por ahí mirando las cosas patas arriba, en el mejor de los casos, como las veía Hegel.
Creen a pies juntillas el discursito neoliberal que dice que ahora las clases sociales ya no existen y que las ideologías pasaron de moda. No hay ni derechas ni izquierdas y la política es una mierda que ensucia al que se mete en ella. Niegan que sean la materia y las condiciones materiales de la existencia las que determinan la conciencia social y la manera de pensar de los individuos.
Esa manera de pensar que se expresa en la conducta que la Doctora Adela Cortina llama aporofobia también está determinada por las relaciones sociales que tienen su origen en las relaciones de producción que se basan en las relaciones de propiedad sobre los medios de producción.
Mientras los intelectuales se sigan negando a reconocer que la sociedad salvadoreña es una sociedad capitalista, en la que una mayoría aplastante vive en la pobreza para sostener el hartazgo de unos cuantos. Que la oligarquía y sus acólitos son los dueños de los medios de producción y que el proletariado carece de ellos. Que el ejército, las instituciones estatales y las leyes están organizados para el mantenimiento del estado de cosas. Y que es necesaria una revolución para resolver el problema de la pobreza, la mayoría de los salvadoreños van a seguir mirando hacia arriba con devoción y dándole la espalda a los que están peor.
