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CHILE: De los parásitos de Goebbels al desprecio de Kast: cuando el odio vuelve a hablar en voz alta

Por: Guillermo Pickering Abogado, exsubsecretario del Interior y de Obras Públicas de Chile.

“Mientras nosotros peleábamos entre nosotros, ellos podían continuar con su cobarde negocio político a nuestra costa; pero ahora su vida política parasitaria ha terminado” (Joseph Goebbels, discurso “El día de la decisión”, 31 de julio de 1932).


Hay palabras que no son simples palabras. Son el síntoma de una enfermedad moral que, si no se enfrenta a tiempo, termina devorando a las democracias desde dentro. Cuando un asesor de José Antonio Kast –no un militante cualquiera, sino un portavoz de su pensamiento– califica a los funcionarios públicos de “parásitos”, no está opinando: está repitiendo una vieja fórmula del odio político, una que Europa conoció demasiado bien en los años 30.

En 1932, Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Hitler, acusaba a los partidos republicanos y a los servidores del Estado alemán de ser “una casta parasitaria”, que “vivía del pueblo sin servirlo”. Era el preludio del totalitarismo: primero se humilla, luego se excluye, después se destruye. No se empieza quemando libros ni cerrando parlamentos. Se empieza devaluando a las personas, despojándolas de dignidad bajo un discurso de superioridad moral, de “productividad” y “eficiencia”.

La columna del asesor de Kast –que el propio candidato refrenda con su silencio o su aprobación– revela con brutal claridad el ADN ideológico del proyecto que la ultraderecha pretende imponer en Chile: una guerra moral contra el Estado, contra lo público, contra todo lo que represente comunidad, cooperación y servicio.

Detrás del insulto hay una doctrina: la del individualismo extremo, la del mercado como dios y la del desprecio a quienes no se arrodillan ante él.

El funcionario público no es un parásito: es el rostro del Estado en los momentos en que el mercado no existe. Es la enfermera que atiende en un consultorio rural, el gendarme que arriesga su vida, el profesor que enseña en un liceo municipal, el ingeniero que mantiene los embalses o el meteorólogo que avisa una catástrofe.

Llamarlos “parásitos” no solo es una injuria: es una agresión directa al pacto civilizatorio, a la idea de que lo público es el instrumento con que una nación protege a sus hijos.

El fascismo siempre se disfraza de meritocracia antes de mostrar su verdadero rostro. Su discurso es seductor porque apela a la rabia, al resentimiento, al sentido común mal informado. Pero detrás de ese lenguaje supuestamente modernizador –“menos Estado”, “más eficiencia”, “fuera los flojos”– se esconde el mismo desprecio por la vida democrática que condujo a Europa al abismo.

Llamar “parásitos” a los servidores públicos es una forma moderna de decir que la democracia sobra, que el país debe ser gobernado por “los que producen” y no por “los que deliberan”. Es exactamente lo que decía Goebbels cuando proclamaba el fin del parlamentarismo y el inicio de la “comunidad nacional productiva” bajo un solo líder.

Y para despejar cualquier duda, José Antonio Kast salió a respaldar públicamente esas palabras. Dijo que su asesor no se equivocó “y si yo hubiera escrito esa columna, habría sido más duro”, declaró.

A confesión de parte, relevo de pruebas. No es un exabrupto: es su verdadero pensamiento. Se entiende entonces por qué liberar a Miguel Krassnoff Martchenko no le produce ninguna objeción moral: esos cosacos de donde viene Krassnoff pelearon junto a los nazis en la Segunda Guerra Mundial, pelearon del lado de Hitler. La genealogía del desprecio no es nueva; solo cambia de acento.

Quien ataca al Estado ataca a la República. Quien humilla a sus trabajadores humilla al pueblo entero. Chile ya conoció las consecuencias de esos discursos de odio: persecución, miedo, censura, muerte.

El país necesita recordar que la democracia no se destruye de golpe; se erosiona palabra a palabra, insulto a insulto, cuando dejamos pasar el lenguaje del desprecio como si fuera opinión legítima.

Porque el fascismo no empieza con tanques. Empieza con adjetivos y termina –si no se lo enfrenta a tiempo– con la historia repitiéndose, pero esta vez, bajo nuestro propio silencio.