
OTRA VUELTA A LA TUERCA.
POR: MIGUEL BLANDINO.
Alguien puede decir –y ser casi verdad- que los imperios han existido “desde siempre”. Es que desde el principio todas las asignaturas de historia que se estudian en las escuelas de secundaria de esto que se conoce como “occidente”, comienzan hablando –como si ahí hubiera empezado el mundo- de los imperios de Mesopotamia, de Egipto, de Roma…, y cuentan de Hammurabi, Ciro, Darío, y más adelante en el tiempo, se relacionan los datos del Sacro Imperio Romano Germánico e, incluso, del napoleónico.
Aparte de la superficialidad e irrelevancia de aquella sarta de información poco menos que inútil, compuesta por nombres y fechas, un hecho resultaba nítidamente claro y se marcaba de modo indeleble en la mente de los adolescentes: todo aquello era puro expansionismo territorial, las guerras eran de conquista, de botín de guerra para los mercenarios y la obligación de los vencidos de rendirle tributo al emperador.
Sometidos los “pobres” gobernantes a la necesidad de mantenerse en el poder, tenían que estar todo el tiempo en pie de guerra para conservar sus conquistas y el dominio, pero todas las guerras son costosísimas. Así, pues, ese gasto permanente en defensa de su poder obligaba a los reyes a tener que estar todo el tiempo haciendo la guerra para conseguir nuevos ingresos para pagar deudas y contratar mercenarios y comprar armas, en una espiral que deterioraba de un modo constante la economía imperial.
España es a lo mejor el más brillante ejemplo de ese regio fracaso económico. Trescientos años de extraer riquezas del continente americano no fueron suficientes para poder alcanzar el control. Los recursos económicos extraídos de cada rincón y de cada una de las personas esclavizadas apenas sirvieron para darles sostén a los ejércitos de cada una de las guerras en las que los monarcas ibéricos se enfrascaban en Europa contra parientes y enemigos ambiciosos que ansiaban quitarles el control.
Al fin de tanto desgaste y de tanto sacrificio al que sometieron a los pueblos, los monarcas acordaron darse una serie de reglas para poner fin a semejante despropósito de ir de una guerra a la siguiente. Firmaron la llamada Paz de Westfalia, buscando la terminación de la Guerra de los Treinta Años del Sacro Imperio Romano y de la Guerra de los Ochenta Años, entre la monarquía española y los Países Bajos, mediante dos tratados de paz, el de Osnabrück y el de Münster, del 24 de octubre de 1648.
En ese acuerdo se reconocieron los conceptos modernos de soberanía nacional, que implica el respeto de la integridad territorial y la inviolabilidad de las fronteras, la realización de congresos de representantes diplomáticos y el fin del concepto feudal de que la gente y la tierra eran un patrimonio que se heredaba de reyes a príncipes.
Paralelamente, con el advenimiento y desarrollo del modo capitalista de producción y la expansión del sistema capitalista en toda Europa y América, el poder fue pasando de las manos de monarcas y cortesanos al de firmas industriales y de bancos. Así, aunque en muchos casos solo en apariencia, los imperios feudales tendieron a la desaparición.
A partir de entonces, en política, las ideas de libertad y democracia aparentemente dominaron sobre las de imperio y centralidad monárquica.
Pero la acumulación de capitales, la concentración centrípeta de la riqueza en manos de los empresarios más grandes y la consecuente formación de monopolios, dio paso a una nueva forma de imperialismo, el del dinero, en la fase superior del capitalismo.
El Padrecito Lenin -como le decían los viejos comunistas de hace un siglo al eximio fundador de la Unión Soviética y del PCUS-, publicó hace más de un siglo el libro en el que explica los rasgos fundamentales del imperialismo en la era capitalista.
Una característica fundamental del capitalismo en su fase superior –aunque no última, como se afirmaba con optimismo en los tiempos de la Guerra Fría- es que con su advenimiento ocurre el fin de la época de libertad de comercio o liberalismo económico.
Lenin también expone que a finales del siglo XIX el capitalismo se había alcanzado la culminación del proceso de formación de los grandes monopolios en los países centrales, Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos.
Y señala que a la alta concentración de capitales les estorba un Estado democrático en el que el Derecho trata por igual a todos los empresarios. Semejante igualdad pone en riesgo los intereses de los más grandes, ya que pueden ser vencidos en los tribunales de justicia por burgueses de bajo rango que alegan haber sido dañados por abusos en el mercado. El Estado democrático de Derecho debe transformarse para servir ya no a toda la burguesía por igual sino primordialmente a los intereses monopólicos.
Y, ojo, lo más importante para los países más débiles es que otra vez pasan a ser los objetivos en el nuevo reparto del mundo. Eso fue lo que el gigante Vladimir Illich Ulianov examinó cuando buscaba las razones que condujeron a la Primera Guerra Mundial. El conflicto generalizado entre potencias con capacidad de decisión, o sea, con poder, arrastró e involucró a los que tenían alguna relación con los del centro.
No obstante, esa primera guerra que vio y analizó Lenin no supuso el fin del conflicto pues no resolvió las contradicciones entre las potencias. Quedaron debilitadas, pero no arrasadas. Tuvo que desatarse una nueva conflagración que arrastró a Europa y Japón a su destrucción total hasta que dejó un solo vencedor, alejado del campo de batalla.
Al poco tiempo, quince años más tarde, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se alzó y se puso a la par de los Estados Unidos, en términos de su potencia
militar y tecnológica. Esa pugna entre los que habían sido aliados anti fascistas terminó treinta años después, con la desaparición de la URSS.
Al quedar por fin como poder único, el imperialismo yanqui decretó el reinicio del liberalismo en las relaciones internacionales, en la época llamada neoliberal.
Parecía que bajo la batuta de los Estados Unidos, el mundo capitalista iba hacia una eternidad alejada de las contradicciones ideológicas y que el horizonte era de capitalismo, con lo que el fin de la historia estaba consumado. Marx estaba derrotado pues afirmaba que la lucha de clases era la partera de la historia. Al desaparecer la lucha de clases, ninguna amenaza de ideas diversas atisbaba en lontananza.
Pero Fukuyama no era Marx ni Lenin. No pudo mirar el gigante dormido que iba a desperezarse apenas se abriera el nuevo siglo. Ni la historia había llegado al final, ni las contradicciones de clase e imperiales habían desaparecido.
Fidel Castro lo señaló desde finales de los ochenta cuando preguntó ¿cuál superioridad del capitalismo?, ¿en qué lugar ha derrotado a la pobreza? La deuda externa es en realidad una deuda eterna y la van a seguir pagando los nietos de nuestros nietos.
Ni más ni menos. Hoy, al llegar a su culmen la fase neoliberal del imperio, de nuevo la concentración de los capitales requiere con extrema urgencia la muerte del sistema vigente de relaciones internacionales creadas al fin de la Segunda Guerra Mundial y, además, el fin del sistema que permitió la existencia de naciones y países libres, soberanos e independientes, concebidos en aquellos tratados de Westfalia de 1648.
En ese tenor se entiende el discurso del palafrenero de Donald Trump en la Asamblea General de la ONU de 2019 -cuando el show de la selfie-. Aquel día bukele habló de que todo el sistema de Naciones Unidas tenía que ser derribado por anacrónico.
Medio año antes, el 15 de marzo de 2019, apenas elegido presidente, llevado de la mano por la embajadora gringa en El Salvador, bukele fue a la Fundación Heritage para dar un discurso de agradecimiento a sus padrinos y para recibir instrucciones.
Desde entonces para acá hemos visto como Donald Trump, Jaír Bolsonaro, Dina Boluarte, Daniel Noboa, Javier Milei, entre los más relevantes, hacen caso omiso de la ley, de la constitución y de las instituciones de sus respectivos países para instalar las políticas que, mediante del Fondo Monetario Internacional, les imponen las corporaciones económico-militares que han híper concentrado el poder de decisión política en esta nueva fase del mundo capitalista. Esas conductas autocráticas se explican y son las que explican la reconfiguración que pretenden crear bajo su dirección unas pocas grandes corporaciones, principalmente financieras y fondos de inversión. No son conductas aisladas de políticos enloquecidos por el poder para sí. Estamos ante otra vuelta de tuerca del poder imperial en boga.
“¡Válgame el tu reino!”, solía decir mi abuelita cuando una calamidad asomaba el cacho. ¡Lenin, Lenin, cuanta falta nos haces en estos tiempos de izquierdas miopes!