
Chicago: el laboratorio del miedo.
En el uso del terror como herramienta de control político, nadie está a salvo: ni los residentes legales, ni los ciudadanos, ni los funcionarios electos.
Por: Jorge Luis Sierra.
La guerra civil comenzó en Chicago. Las operaciones de ICE en esta ciudad, con helicópteros, gases químicos y arrestos sin orden judicial, han transformado los barrios latinos en un campo de pruebas de una agencia federal convertida en una fuerza paramilitar.
A la medianoche, tropas de ICE a bordo de helicópteros UH-60 Black Hawk, los mismos que usó el ejército de Estados Unidos en las invasiones a Grenada, Panamá, Irak y Afganistán, irrumpen por los techos. Como si se tratara de capturar a terroristas de la talla de Osama bin Laden, los agentes entran con las armas en la mano, equipados con cascos y visores, rompen puertas y despiertan a familias de migrantes. Los niños lloran mientras ven a sus padres esposados con cintas de zip-tie. Afuera, las luces de los Black Hawk iluminan las calles del sur de Chicago, en un espectáculo de poder que no busca capturar criminales, sino producir miedo.
El mensaje es claro: nadie está a salvo. Ni los residentes legales, ni los ciudadanos, ni los funcionarios electos. Esta semana, una concejal latina de Chicago fue esposada en un hospital por exigir una orden judicial. Una escuela tuvo que suspender el recreo porque agentes federales lanzaron un gas irritante cerca del edificio. El gobernador J.B. Pritzker lo dijo sin rodeos: “Ellos son quienes están convirtiendo a Chicago en una zona de guerra.”
Lo que se vive en Chicago no es una simple redada migratoria. Es el uso del terror como herramienta de control político. Las comunidades latinas —históricamente estigmatizadas y ahora sitiadas— se han convertido en el blanco experimental de un nuevo modelo de intervención: ICE como fuerza paramilitar doméstica, que actúa con las formas y los símbolos de la guerra urbana.
Esta semana, una concejal latina de Chicago fue esposada en un hospital por exigir una orden judicial. Una escuela tuvo que suspender el recreo porque agentes federales lanzaron un gas irritante cerca del edificio
El lenguaje oficial es revelador. La secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, publicó videos editados con música épica en los que se ven agentes irrumpiendo en edificios y helicópteros descendiendo sobre vecindarios. En lugar de informes judiciales o de transparencia, se ofrece propaganda. El enemigo no es un cártel, sino una narrativa: el “invasor”, el “extranjero peligroso”, el “otro”.
Así, ICE deja de ser una agencia administrativa y se convierte en un brazo armado que combina la lógica de la guerra con la estética del espectáculo. Los operativos no sólo buscan detener a personas sin documentos, sino que buscan enviar un mensaje televisivo: que el gobierno federal puede irrumpir donde quiera, cuando quiera, con la fuerza que quiera.
Este es el verdadero poder del miedo. No se mide por el número de arrestos, sino por el silencio que produce. Las llamadas a las líneas de emergencia comunitarias se han multiplicado. Familias que antes acudían a clases de inglés o a consultas médicas ahora no salen de sus casas. Los comercios cerraron durante días enteros por temor a redadas. Los niños preguntan por qué hay helicópteros sobre la escuela.
Lo que se vive en Chicago no es una simple redada migratoria. Es el uso del terror como herramienta de control político.
Pero el miedo no es un efecto colateral: es la estrategia. Es el mensaje político que sostiene al trumpismo. En un año electoral decisivo, en el que el presidente busca consolidar su mayoría en el Congreso, la imagen de mano dura sirve para movilizar a su base más fiel. Cada operativo televisado en Chicago o en Los Ángeles refuerza el relato de un país en guerra interna, donde el enemigo es el inmigrante, el disidente o cualquiera que desafíe la autoridad federal.
En términos políticos, Chicago es el escenario perfecto. Es una ciudad demócrata, diversa, símbolo del poder local que el trumpismo desprecia. Convertirla en una “zona de entrenamiento” —como el propio Trump dijo al referirse a las ciudades peligrosas— tiene un valor simbólico profundo: consiste en mostrar que el poder federal puede imponerse a cualquier resistencia local.
El despliegue de ICE en Chicago no sólo viola la autonomía estatal; reconfigura el equilibrio entre fuerzas civiles y militares. Aunque ICE no forma parte del ejército, su estructura táctica, su armamento y sus métodos de irrupción la acercan a una fuerza de ocupación. Los helicópteros, los gases y los vehículos blindados son señales de una militarización total de la política migratoria.
Este es el verdadero poder del miedo. No se mide por el número de arrestos, sino por el silencio que produce
Desde el punto de vista legal, los defensores de los derechos civiles han advertido que estas operaciones violan la Cuarta Enmienda, que protege contra registros y detenciones sin orden judicial, y la Quinta, que garantiza el debido proceso. Pero las instituciones locales tienen pocas herramientas para responder. ICE actúa con jurisdicción federal, respaldada por una Casa Blanca que ha hecho de la confrontación una forma de gobierno.
A nivel social, el impacto es devastador. Chicago tiene una de las comunidades latinas más organizadas del país. Durante décadas, ha sido un ejemplo de integración, solidaridad y activismo. Hoy, muchos de esos barrios se sienten sitiados. El efecto de estas tácticas no se limita a los inmigrantes sin documentos; alcanza a ciudadanos estadounidenses que comparten apellido, color de piel o acento.
Las redadas paramilitares reactivan memorias colectivas de persecución: los ecos del operativo “Wetback” de los años 50, la criminalización de los activistas chicanos en los 70, y más recientemente, las separaciones familiares en la frontera. Chicago revive esos fantasmas, pero ahora bajo el ropaje moderno del “orden y la seguridad”.
Lo más alarmante es la normalización. Las imágenes de helicópteros y gases lacrimógenos ya no sorprenden a la audiencia nacional. Los noticieros los transmiten con el tono rutinario de una operación más. Esa banalización del abuso es el paso previo al autoritarismo institucionalizado: cuando el uso de la fuerza deja de ser una excepción y se convierte en la regla.
El despliegue de ICE en Chicago no sólo viola la autonomía estatal; reconfigura el equilibrio entre fuerzas civiles y militares
A corto plazo, es probable que estas operaciones se multipliquen. ICE ha recibido refuerzos logísticos del Departamento de Defensa y del apoyo de la Guardia Nacional. El gobierno justifica la coordinación como un “esfuerzo interagencial” contra el crimen organizado. En realidad, lo que se está ensayando en Chicago podría exportarse a otras ciudades con alta concentración de inmigrantes. El gobernador republicano de Texas, Greg Abbott, ya aprobó el envío de tropas de la guardia nacional a Chicago y Trump ordenó enviar tropas de diferentes estados a Portland, Oregón.
A largo plazo, lo que está en juego no es solo la política migratoria, sino el concepto mismo de ciudadanía. Si un gobierno puede emplear tácticas militares contra comunidades enteras bajo el pretexto de la seguridad nacional, la frontera entre el ciudadano y el enemigo deja de estar definida por la ley y pasa a ser dictada por la ideología.
Chicago se ha convertido, sin quererlo, en un espejo de la deriva autoritaria estadounidense. ICE ya no actúa como un cuerpo policial, sino como una milicia al servicio de un proyecto político. Su poder no está en las armas que porta, sino en el miedo que deja tras de sí. Y ese miedo, en un país fundado sobre las promesas de libertad y justicia, es la prueba más contundente de que la democracia también puede desmoronarse desde dentro, sin necesidad de un golpe de Estado: basta con un helicóptero, una orden presidencial y una ciudad entera que aprende a vivir bajo el ruido de las hélices.