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EL EVANGELIO SEGÚN EL MERCADO: LA TEOLOGÍA DE LA PROSPERIDAD Y FARISEÍSMO MODERNO.

Por: Walter Raudales.
“Predican milagros, cosechan fortunas, anestesian conciencias. ¡Luces, cámaras… PROSPERIDAD!”
El Evangelio según los Nuevos Fariseos.
Ponen la fe al mejor postor, con luces LED, jazz progresivo y cuotas sin intereses. Dicen que la fe mueve montañas, pero la versión contemporánea esa llamada Teología de la Prosperidad parece tener otro objetivo: inmovilizar la compasión y blindar el statu quo. Bienvenidos al evangelio de los nuevos fariseos: guías-influencers con micrófonos inalámbricos, sonrisas de vendedor de seguros, voz dramática ensayada y una habilidad magistral para convertir la angustia espiritual en un negocio escalable.
El sermón se ha transformado en megashow: luces de neón, humo artificial, pantallas gigantes, música que coquetea con Coldplay y un predicador que parece más showman que guía espiritual. Lo sagrado se ha vuelto espectáculo. El sermón ya no incomoda ni cuestiona, porque incomodar a un feligrés sería tan arriesgado como molestar a un cliente VIP de Amazon Prime. Y mucho menos contradecir desde la perspectiva de la fe medidas, políticas y/o leyes injustas de los gobernantes, pues les es más “ventajoso y conveniente” sumarse y endosar sin reparo a las narrativas oficiales del poder.
De la cruz al Rolex: Mercaderes de Púlpito.
En este credo empresarial, el púlpito funciona como call center y delivery espiritual: se venden y entregan paquetes de salvación con facilidades de pago y se aceptan todas las tarjetas de pago. El sacrificio quedó archivado en una bodega con olor a naftalina o incienso. Hoy, la gracia divina se mide en billetes y la bendición se exhibe en relojes de oro regalados por presidentes agradecidos.
La fórmula es simple: tú das, Dios multiplica. Una transacción perfecta para un siglo adicto al consumo rápido y a los atajos emocionales.
Vende la idea de que la complejidad del mundo se reduce a una transacción simple: tú das (dinero), Dios te devuelve multiplicado. Es una fe cómoda, divertida, que no exige confrontar las realidades latentes de injusticia. ¿La crisis del vecino? ¿o del pastor de una iglesia hermana preso por defender su comunidad? Problema suyo. ¿Los cautivos inocentes sin juicio? ¿Los vecinos despedidos? Su pecado los ha llevado allí., y hacen común la expresión de «mientras no me afecte a mí, yo estoy en paz con Dios». Es una teología del privilegio egoísta.
Cada quien que compre su salvación.
Al final, la lógica es tan cruda como conocida: que cada quien compre su salvación en este mundo. En sociedades donde el más vivo sobrevive, la fe termina convertida en un mercado persa de promesas. Basta ver esas iglesias brasileñas que se han expandido por toda América Latina con slogans como “Pare de Sufrir”. Miles de personas entran cada día con la esperanza de un milagro, y mientras tanto, en el estacionamiento trasero, relucen los Mercedes-Benz y esos BMW de los predicadores. La paradoja es casi obscena: multitudes de fieles entregando sus últimos ahorros para sostener un evangelio que predica austeridad, pero se pasea en autos blindados.
La teología de la prosperidad, entonces, no es una verdad espiritual: es un mecanismo de legitimación religiosa del privilegio que convierte la fe en un instrumento para culpar a las víctimas y santificar a los poderosos, aunque su riqueza venga manchada de injusticia.
Es una falacia bien orquestada para que nadie cuestione el sistema que produce desigualdad, sino que más bien se admire a quienes triunfan en él sin importar cómo lo hayan logrado y se desprecie a quienes fracasan haciéndoles creer con una desfachatez idiota que ¿estar mal es porque Dios así lo quiere … falso, pues enseña y pregona que vivamos bien con los recursos necesarios y quizá hasta en abundancia, no quiere vernos en desgracia y con falta de oportunidades.
Características del negocio disfrazado de fe.
Marketing emocional: predicadores que dominan el storytelling, la música y la psicología del consumidor mejor que los Evangelios. Exclusividad social: pertenecer a la iglesia no solo te salva; te eleva de “perdedor” a “ganador”. Los pobres son vistos como pecadores sin fe suficiente.
Espiritualidad de confort y atajos emocionales: un rebaño entretenido, cómodo, sin compromisos con la pobreza, la injusticia o la crisis ambiental, de sus situaciones políticas y sociales de su entorno.
Éxito como señal divina: si prosperas es porque Dios te bendice; si eres pobre, es porque “algo malo haces o eres”. Una falacia que legitima incluso la corrupción de políticos y élites que también acumulan riqueza.
De la fe al mercado político
Aquí no hablamos solo de templos; hablamos de maquinarias de poder. Durante las elecciones, es conocido que estas iglesias negocian directamente con candidatos: “Yo te entrego mi rebaño, tú me garantizas influencia y protección”. El resultado es una simbiosis perversa: el político obtiene una base de apoyo ferviente y acrítica, y el traficante de la fe acumula bienes y prebendas, validando así su propio discurso de prosperidad.
El ciudadano que cae en esta red no es un ingenuo; es un buscador de pertenencia en un mundo fracturado. Pero lo que encuentra es un espejismo de comunidad. Se convierte en un feligrés-cliente y en un ciudadano-elector que vota no por un programa de gobierno, sino por la recomendación que hacen a su rebaño.
Lo sagrado se convierte en vivero de votos dóciles y en un termómetro de desmovilización social. Mientras tanto, el ciudadano común cree que ejerce su fe, cuando en realidad su voto ha sido canjeado como moneda de cambio en una transacción cínica.
La teología de la prosperidad encaja como anillo al dedo con proyectos conservadores. En EE.UU., iglesias bautistas y pentecostales financiaron campañas presidenciales, llegando incluso a vender Biblias a 60 dólares para apoyar a Trump. En América Latina, muchos de estos movimientos se han vuelto brazos electorales de partidos de derecha, legitimando políticas que atacan minorías sexuales o el derecho de las mujeres, mientras hacen la vista gorda ante la pobreza estructural y la devastación contaminación ambiental por explotación de recursos naturales por trasnacionales, ambiental como en el caso de Brasil y de la persecución campal contra la inmigración que se está ejecutando en distritos de los EEUU.
La paradoja del sacrificio ausente
Estos movimientos rehúyen el sacrificio compartido. La fe ya no consiste en cargar la cruz del prójimo, sino en construir un relato personal de bienestar y prosperidad. El sufrimiento del vecino, el hambre del barrio o la prisión injusta de cientos bajo regímenes de excepción, simplemente no importan mientras no golpeen mi burbuja de paz con Dios.
Espiritualidad de confort: un rebaño cómodo, entretenido, sin compromisos con la pobreza, la injusticia o la crisis ambiental.
Éxito como signo de gracia: los pobres no son víctimas de sistemas opresivos, sino “perdedores castigados por su pecado”.
Sociología de un virus rentable.
Tanto en América Latina como en El Salvador ha sido y es terreno fértil para esta mutación religiosa donde abunda la desigualdad crónica, instituciones debilitadas y millones de personas buscando guía y búsqueda existencial. Lo que empieza como consuelo se transforma en subcultura del egoísmo. La comunidad deja de ser un espacio solidario y se vuelve un club exclusivo de “elegidos”, frente a un “ellos” que son los fracasados, castigados por su pecado.
El resultado es un ciudadano despolitizado y dócil, convencido de que no hay que denunciar injusticias, sino prosperar dentro de ellas. Esta doctrina es el sedante perfecto: anestesia la indignación y convierte la fe en un escudo contra la empatía.
El contraste brutal: templos de oro, feligreses de cartón
El esplendor arquitectónico de estos templos con sus auditorios climatizados, pantallas gigantes, luces robóticas y sistemas de sonido que envidiaría cualquier sala de conciertos contrasta de manera hiriente con la realidad cotidiana de sus fieles.
Mientras los pastores predican desde escenarios que parecen sets de televisión, muchos de sus seguidores regresan a casas de lámina corroída, a orillas de ríos contaminados, quebradas vulnerables o colonias populares de clase media en declive.
El lujo de la infraestructura no es solo un símbolo de poder, sino también una estrategia: impresiona, intimida y convence. La parafernalia del templo se convierte en un argumento en sí mismo: “Mira cómo Dios nos bendice, mira lo grande que es esta obra”. Y así, quienes apenas sobreviven en condiciones precarias creen encontrar en ese espectáculo una prueba de que también ellos, algún día, podrán “ascender”.
Pero la paradoja persiste: la fe que debería unir y dignificar a la comunidad termina profundizando la brecha de desigualdad, con templos que brillan como palacios y feligreses que vuelven a dormir bajo techos endebles.
La paradoja brutal
La caridad, cuando existe, se administra como campaña de marketing con selfies, coberturas de prensa y frases motivacionales para Instagram. Compartir el sufrimiento del prójimo deja de ser virtud; ahora es un error estratégico. La fe se vuelve narcisismo espiritual, un espejo que confirma mi éxito como marca personal muy parecido a la forma de propaganda gubernamental que han masificado en estos últimos años.
Lo irónico es que en nombre de un evangelio que alguna vez denunció a los poderosos, se legitiman ahora las estructuras que perpetúan desigualdad. En lugar de mover montañas, esta teología levanta muros entre los “elegidos” y los “condenados”.
La mercantilización de la fe: ofrendas, lujo y vanidad
En este nuevo mercado espiritual, hasta la limosna se convierte en espectáculo. No basta con dar: se exige cómo dar, con qué actitud, con qué cantidad y hasta con qué tarjeta de crédito. Cuando alguien se atreve a dejar unas monedas, se le recrimina desde el púlpito: “¡Que no suene, hermano!”, como si la salvación estuviera tarifada y las monedas fueran indignas de Dios.
Los líderes de estas corrientes no se esconden. Lucen con orgullo sus relojes Rolex, sus trajes de diseñador y sus vehículos de lujo, símbolos de éxito que —dicen— son fruto de la bendición divina. Algunos hasta presumen de que esas piezas fueron obsequios de expresidentes agradecidos, y se ufanan de que su brillo causa “envidia en los críticos”.
En esta lógica perversa, el pastor se convierte en influencer espiritual, que no solo predica, sino que también marca tendencia: cómo vestirse, qué consumir, cómo ofrendar. La fe se reduce a un contrato comercial en el que el creyente invierte esperando una ganancia en forma de prosperidad personal.
La limosna deja de ser un acto de desprendimiento para transformarse en un rito de inversión, donde el diezmo es más parecido a una transacción bursátil que a un gesto de solidaridad. El altar ya no es un lugar sagrado: es la vitrina de un show donde el lujo del líder es prueba de éxito y, supuestamente, señal de que Dios “cumple sus promesas”.
Desenmascarar el espejismo.
En América Latina y de manera palpable en El Salvador la teología de la prosperidad encuentra terreno fértil en sociedades atravesadas por desigualdad y fragilidad institucional. Lo que nace como consuelo espiritual termina moldeando subculturas del egoísmo, donde la solidaridad se percibe como debilidad y la fe se mide en estatus.
Estas comunidades crecen como hongos tras la lluvia, colonizando barrios y ofreciendo pertenencia a cambio de docilidad política. Más que mover montañas, esta ideología levanta muros: divide a los “bendecidos” de los “condenados”, anestesia la conciencia colectiva y perpetúa un ciclo de exclusión con el disfraz seductor de la espiritualidad.
No se trata de atacar a quienes encuentran refugio en estas prácticas. La espiritualidad es un derecho profundo, un consuelo legítimo en tiempos de angustia. Lo que se cuestiona es el secuestro de lo sagrado: cuando la esperanza se convierte en mercancía, la fe en espectáculo y la salvación en negocio, no hablamos de religión, sino de mercado.
El Evangelio de la Prosperidad no es fe; es un fetichismo financiero, un negocio piramidal donde los de arriba siempre ganan y los de abajo cargan la culpa por no tener “fe suficiente”. Han vaciado los símbolos sagrados de su contenido transformador para venderlos como productos premium. Esta práctica del evangelio «cómodo » y con atajos convenientes los coloca bien lejos de la denuncia del pecado social y de las estructuras de poder injustas que se viven sus feligreses en la comunidad, barrio o colonia, el lugar de trabajo y en la sociedad en general.
Ante el silencio y complacencia que mantienen bien vale recordar estos potentes versículos:

Ezequiel 33:7-9

7.A ti, hijo de hombre, te he puesto como centinela para la casa de Israel, apenas oigas que una palabra sale de mi boca, tendrás que advertírselo de mi parte.

8.Cuando diga al malo: «¡Malo, vas a morir!», si no le hablas, si no haces que se preocupe por su mala conducta, el malo morirá debido a su pecado, pero a ti te pediré cuenta de su sangre.

9.Al contrario, si le has llamado la atención al malo por su mala conducta y no se aparta de ella, si no deja su mala conducta, morirá debido a su pecado y tú nada tendrás que temer.

➡ Este versículo destaca la responsabilidad de denunciar la injusticia: no se puede permanecer en silencio ante el pecado o la corrupción.

2. Proverbios 31:8-9

«Abre tu boca por el mudo, por los derechos de todos los desdichados. Abre tu boca, juzga con justicia, y defiende la causa del pobre y del necesitado.»
➡ Insta a hablar en defensa de los que no pueden defenderse, combatiendo la opresión y la injusticia social.

Desenmascararlos no es atacar la fe de la gente; es defenderla. Porque la verdadera fe esa que incomoda, que denuncia, que se arremanga ante la injusticia nunca se pareció a un reality show ni a un contrato financiero con el cielo.
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