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(Des)orden constitucional. TECNO-DICTADURA. Historia repetida, pero con Wi-Fi. Un pueblo atado a sus cadenas.

Por: Miguel A. Saavedra.
Bienvenidos a las fiestas de Agosto… y al Nuevo (Des)orden constitucional en tiempos de la TECNO-DICTADURA.
El Salvador y la reelección disfrazada: cuando la Constitución se convierte en origami y la legalización de la estafa al poder y la representatividad y de la alternatividad en el poder político.
Con “dispensa de trámite” y en un abrir y cerrar de ojos, la super-mayoría legislativa de Nuevas Ideas convirtió en ley, desde agosto de 2025, con un manotazo exprés presenta un combo electoral con reformas que redefine de raíz las reglas del juego político en El Salvador. Tres cambios sustantivos todos encaminados a garantizar, por la vía legal, la continuidad indefinida de un régimen que juega a revolucionar el poder mientras consolida su propio coto electoral se imponen como el gran “obsequio” para la población durante las festividades patronales.
Las reformas constitucionales son la culminación de un proyecto que anticipa cualquier resistencia, ya sea interna (movimientos sociales, populares o profesionales) o externa (presiones internacionales, especialmente de Estados Unidos, que ha mostrado una ambigüedad estratégica en su relación con Bukele).
El régimen también se adelanta al desgaste natural de su estilo y mal gobernar. Las promesas de seguridad y desarrollo económico no han generado resultados visibles a los sectores populares, comienzan a mostrar grietas visibles: desigualdad persistente, cuestionamientos a los derechos humanos y una economía que no despega para todos. Al reformar la Constitución ahora, se asegura de que cualquier reacción futura llegue tarde para amortiguar y coartar cualquier posible competencia electoral en el corto plazo.
Adiós a la alternabilidad: la reelección continua.
El artículo de la constitución política que prohibía la reelección contigua de la Presidencia queda eliminado. En su lugar, se abre la puerta para que un mismo presidente pueda repostularse indefinidamente, convirtiendo la alternancia en un recuerdo del pasado. La lógica es clara: si el proyecto “funciona” (léase: si el presidente mantiene su popularidad y controla los hilos del poder), ¿por qué renunciar a él? Con esto, El Salvador camina hacia un escenario donde la voluntad popular se mide cada seis años, sí, pero siempre con el mismo actor en escena y en la misma cancha con sus reglas.
Ajuste táctico de mandatos: de cinco a seis años (y adelantados).
En un movimiento de ajedrez político, el régimen aplaza el próximo turno presidencial al 2028, acortando el periodo vigente (programado hasta 2029) para enganchar la elección a su favor. A partir de esa fecha, el mandato presidencial se extenderá a seis años. ¿Ventaja? Más tiempo para “demostrar resultados” antes de rendir cuentas y enfriar cualquier oleada crítica. ¿Desventaja para la ciudadanía? Un lapso mayor sin posibilidades reales de alternancia, acortando la oportunidad de corregir rumbos.
Por más que lo disfracen de «soberanía constitucional», lo que se ha aprobado en El Salvador en agosto de 2025 es, lisa y llanamente, una maniobra de maquillaje jurídico: transformar la legalidad en obediencia y la Constitución en un traje a medida del poder.
Como quien barre debajo de la alfombra antes de recibir visitas, la Asamblea Legislativa dominada por el oficialismo ese monocultivo transgénico y político llamado Nuevas Ideas decidió con dispensa de trámite (esa fórmula mágica que convierte el debate en estorbo) aprobar tres reformas constitucionales de altísimo calibre en menos de lo que tarda en servirse una pupusa.
La primera: eliminar el artículo que prohibía la reelección presidencial inmediata.
La segunda: acortar el actual período presidencial (que vencía en 2029) para que las próximas elecciones se realicen en 2028, y así dar paso a nuevos períodos de seis años.
La tercera: retirar la participación salvadoreña del Parlamento Centroamericano (Parlacen), ese club regional que servía al menos como termómetro del humor político y museo de políticos de Centroamérica; el Parlacen aunque poco efectivo, y pese a que ha sido criticado por su escasa eficacia, la verdadera motivación aquí no es el ahorro ni el fortalecimiento nacional, sino quitarse de encima cualquier vector de presión regional o amistad política incómoda. El vacío dejado podría, en el futuro, servir para rituales de propaganda interna: “El Salvador ya no gasta en burocracia inútil”, dirá el discurso oficial.
Pero el verdadero corazón del asunto no está en la letra, sino en el trasfondo. Esto no es una actualización constitucional, es un rediseño del tablero para que solo haya un jugador. Y claro, ese jugador de sobra conocido, Bukele ha vuelto a mover ficha, y esta vez, la jugada que parece maestra… en el fondo, solo era predecible para que siguieran haciendo su agosto.
Historia repetida, pero con Wi-Fi
Como paradojas históricas y eco de viejas dictaduras, no es casualidad que, con estas jugadas, el actual presidente aspire a pasar a la historia como un “Maximiliano Hernández Martínez en tiempos de la IA”. Al proyectar un poder ininterrumpido de hasta catorce años (o más), revive sombras del pasado militarista (1921–1944) en las que un solo hombre marcó el destino de la república sin freno constitucional.
“Los dictadores se mantienen hasta que los pueblos lo permiten”, decía un viejo adagio. Ahora, la “máscara legal” pretende ocultar lo que, en esencia, es una perpetuación del mismo liderazgo que se proclama ‘diferente’.
¿Estamos condenados a repetir la historia?
En la cancha política, muchos prefieren el silencio o el juego de distracciones mientras el árbitro y el reglamento cambian a conveniencia. Otros creen que una mayoría diseminada incluso la de la diáspora bastará para alimentar el mismo régimen. Pero el despertar ciudadano se gesta en cada conversación incómoda, en cada nombre censurado y en cada abstención consciente.
El Salvador ya vivió un ciclo parecido en el tiempo del general Martínez quien gobernó durante trece años, amparado en el orden, el miedo y la represión. Hoy, casi un siglo después no es un militar con botas el que prolonga su estancia en el poder, sino un presidente con zapatillas blancas y encuestas que parecen tatuadas al 90%.
La diferencia es el envoltorio: ayer fue el sable, hoy es el tuit con hashtag viral pagado. Pero el fondo es el mismo. Y la antítesis no puede ser más cruel: en nombre de la democracia, se han dinamitado sus bases; en nombre de la legalidad, se sepulta el principio de alternancia.
La reforma constitucional no es otra cosa que una puerta giratoria al poder perpetuo. Una que se abre con la llave de la mayoría simple legislativa, esa que el oficialismo controla sin contrapesos ni opinión contraria que lo revierta. Y que con esta reforma tanto diputados y alcaldes caracterizados por su inoperancia y pésima gestión se verán salvados otra vez por el presidente en las elecciones de 2028.
La legitimidad como disfraz de la imposición
Como ocurre en todas las tecno dictaduras de nuevo cuño esas que combinan la estética digital con el alma y puño autoritaria, la estrategia es clara: provocar la ruptura institucional haciendo que la ruptura parezca evolución. O dicho de otra forma, «hacer que el golpe parezca un abrazo.»
Legalizar lo ilegítimo para no volver a cometer “errores de forma” del pasado. Porque sí, la reelección anterior fue un fraude constitucional, pero ahora ya no será necesario violar nada: simplemente se ha reformado todo. Problema resuelto. Como si violar la ley fuera malo, pero cambiarla para violarla con permiso fuera progreso.
La disidencia entre el pasado que ya no avanza y lo nuevo que aún no llega
Lo más inquietante, sin embargo, no es lo que el régimen hace, sino lo que la sociedad no hace. La oposición política y la disidencia en general, más que frágil, parece una comedia de enredos. Sin cabeza visible, con narrativa dispersa, músculo ciudadano incipiente. Muchos de sus voceros actúan como esos comentaristas deportivos que analizan partidos que perdieron sin haber jugado.
En este proceso de armar una caja de resonancia y representatividad de los afectados del régimen
Otros parecen competir por quién es representa mejor a las víctimas del sistema, que a estas alturas ya acumulan decenas de miles mientras la inconstitucional marca goles sin portero.
Y mientras tanto, hay quienes desde el exilio (sobre todo en EE.UU.) aplauden lo que allá sería impensable: un gobernante que concentra todos los poderes elimina el control institucional y hace del poder una propiedad personal.
Como si el trauma colonial no solo nos hubiera dejado cadenas, sino el hábito de amarlas. Como si el pueblo similar a un elefante en cautiverio aun con que su fuerza y tamaño puede romper la cuerda con la que está atado a una silla se convenciera a sí mismo de que es demasiado temprano, demasiado tarde, o demasiado peligroso para soltarse y seguir su libertad.
La represión a la vuelta de la esquina
Pero el traje constitucional no es suficiente para blindar eternamente un proyecto de poder; la sazón autoritaria incluye ya ecos de escuadrones de “validadores”: policías, militares y civiles que pululan en redes sociales señalando “enemigos internos”. Rumores de grupos de choque, pertrechados para perseguir y, en su caso, “depurar” a opositores recuerdan los años de violencia de los treinta y de la guerra de los ochenta. Mientras el contrapeso social y político luce desarticulado: no hay liderazgos de peso visibles o no, las organizaciones civiles titubean entre protagonismos desvinculados y el miedo aún pesa más que la esperanza colectiva.
Hay algo que inquieta especialmente donde los rumores cada vez más sólidos sobre la formación de escuadrones integrados por elementos oficiales y civiles leales al régimen. Grupos para «neutralizar» opositores, “disciplinar” voces críticas, y hasta “limpiar o desaparecer” tras la orden del bunker; en el panorama que se tiene y avecina. Ya no basta con censurar, ahora se señala, se acosa, se amenaza. Lo digital se mezcla con lo físico. Las redes como tribunal. Las patrullas como jueces de sentencia anticipada.
Volvemos a los ochentas, pero con filtros de Instagram. La represión viene camuflada de seguridad, la persecución de “combate al crimen”. Y todo, claro, con el visto bueno de una población que, en buena parte, sigue adormecida o demasiado ocupada sobreviviendo como para resistir.
Este patrón, reminiscente de las dictaduras de 1932 y los años 80, señala una escalada peligrosa hacia la represión generalizada. La estructura de poder y control actual, cada vez más consolidada, parece encaminarse a repetir esas prácticas autoritarias del pasado.
¿Y ahora qué?
La historia salvadoreña vuelve a girar como trompo en la misma pista: entusiasmo mesiánico, concentración de poder, institucionalidad a la carta, represión solapada y oposición desarticulada. Es el déjà vu de siempre, pero esta vez con emojis, encuestas y luces LED.
La pregunta ya no es si el régimen se consolida. ¡Consolidado ya está ¡La pregunta es cuánto tiempo durará esta luna de miel entre pueblo y poder! Y qué pasará cuando la factura económica, social, internacional, moral llegue.
Un Pueblo Atado a sus Cadenas
En El Salvador, el pueblo parece atrapado en una paradoja: con el poder de un elefante, pero amarrado a una silla por siglos de sumisión histórica. Desde la colonia hasta hoy, la resignación y el conformismo han sido cadenas invisibles. Mientras la ciudadanía no despierte de su «sueño letárgico», el régimen seguirá marcando goles en una cancha sin arquero. El desafío es claro, pero inmenso: construir una oposición que no caiga en los protagonismos estériles ni en las trampas del régimen.
La sociedad civil, los académicos e intelectuales comprometidos, los movimientos sociales y la diáspora crítica deben articular una narrativa que desmonte el mito de Bukele sin alienar a sus seguidores. Esto requiere tiempo, organización y, sobre todo, valentía, creatividad y audacia para enfrentar un sistema que ha perfeccionado el arte de silenciar disidencias.
 ¿Seguiremos dejando que marquen penales desde tres pasos sin auditar al árbitro? El reto, ahora más que nunca, es tejer contrapesos reales, reencontrar las raíces de la acción colectiva y negarnos a que la “legitimidad constitucional” se convierta en un manto que disimule la perpetuidad autoritaria.
Porque la política no es un espectáculo de monólogos, sino un diálogo de multitud. Y si el pueblo recobra su voz, ningún decreto ni por grande que sea la mayoría legislativa podrá silenciarla.
Si la ley se dobla para perpetuar a un solo hombre, ¿puede acaso una sola persona reivindicar la ley para garantizar la libertad de todos? El poder formal se cimenta en reformas; el poder real, en la conciencia crítica de la ciudadanía. ¡Que empiece la verdadera fiesta democrática!, hagamos que suceda…
¿Hacia Dónde Vamos?
El Salvador de 2025 está en una encrucijada. Las reformas constitucionales no son solo un cambio legal; son la consolidación de un régimen que combina autoritarismo, tecnología y populismo en una fórmula peligrosamente efectiva. Bukele ha movido sus fichas con instrucción de manual trumpista, anticipándose a cualquier obstáculo. Pero la historia nos enseña que ningún régimen es eterno. La pregunta no es si caerá, sino cuándo y cómo.
A ti, lector, te dejo una reflexión: ¿seguirás aplaudiendo al falso «salvador» de espejitos tecno que te ofrece seguridad a cambio de libertad y prosperidad para los tuyos? ¿O serás parte del despertar que rompa las cadenas de un pueblo que merece más que tropezar con las mismas piedras del pasado?
El tiempo corre, y la historia no perdona a quienes eligen quedarse dormidos. Comparte, reflexiona y despierta. Porque en un mundo hiperconectado, la resistencia también empieza en un clic.
Porque, como decía un viejo refrán campesino, “aunque el gallo cante bonito, si no da huevos, ni crías, tarde o temprano lo hacen sopa”.
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