Del pluralismo a la singularidad, ¿posdemocracia?
Por: Manuel Alcántara.
La revolución digital y la crisis de representación empujan a las democracias hacia una era posdemocrática: el poder tecnológico supera al político y la inteligencia artificial amenaza la pluralidad que sostuvo al mundo liberal.
El orden mundial establecido tras la Segunda Guerra Mundial vislumbraba el ideal de alcanzar la democracia como forma de gobierno sobre la base de tres ideas fundamentales: la elección popular de las autoridades mediante comicios libres, competitivos, iguales y secretos; la división de poderes; y la expansión de los derechos humanos en el marco del Estado de derecho. Todo ello se llevaba a cabo en un escenario de reconocimiento creciente del pluralismo en sociedades que estaban cambiando profundamente.
En política, el pluralismo reconoce y valora la diversidad de ideas, intereses, culturas y grupos dentro de una sociedad. Supone que el poder no debe concentrarse, sino distribuirse entre múltiples actores –partidos, sindicatos, organizaciones civiles, etc.– que compiten e interactúan en un marco democrático. El pluralismo defiende la libertad de expresión, el respeto a las minorías y la deliberación como base del consenso político. Su objetivo es garantizar que una sola visión no domine el espacio público, promoviendo así una convivencia pacífica y representativa en contextos complejos y heterogéneos. La concertación y el consenso fruto de la deliberación y de la negociación en contextos en los que el principio mayoritario convive con el proporcional son parte fundamental de su configuración.
Isaiah Berlin, Robert A. Dahl, John Rawls y Michael Walzer constituyen una breve nómina de autores cuyo pensamiento estructuró al pluralismo a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando se fue expandiendo paulatinamente el círculo identitario que proclamaba la adecuación, en un nuevo marco institucional, de las identidades múltiples de los individuos con sus correspondientes múltiples lealtades.
Modelos de democracia y la aportación de Lijphart
En cierta medida, ese estado de las cosas fue captado por Arend Lijphart, quien precisó que, en una tipología de democracias, debería diferenciarse entre modelos mayoritarios –en los que se diera la concentración del poder en mayorías simples– y modelos consensuales, donde la distribución amplia del poder se construyera mediante coaliciones, el federalismo y la proporcionalidad. Defendió que, en sociedades plurales y fragmentadas como las de la segunda mitad del siglo XX, en consonancia con los procesos de urbanización y de secularización, el modelo consensual garantizaba mayor estabilidad, inclusión y legitimidad.
Como consecuencia de ello, Lijphart desarrolló el concepto de democracia consociacional, aplicable a contextos con divisiones étnicas, religiosas o lingüísticas, destacando cómo acuerdos de elites y sistemas de representación proporcional podían prevenir conflictos. La diversidad y el pluralismo encontraban así un engarce fértil.
La tercera ola democrática y el auge de la calidad de la democracia
Este panorama se afianzó en el marco de la tercera ola, teorizada por Samuel Huntington, donde se dieron transiciones a la democracia desde gobiernos autoritarios de diverso signo en las dos décadas que siguieron a las iniciadas en el sur de Europa a partir de 1973 y culminadas en el este del continente. El fracaso del comunismo, del militarismo desarrollista y de diferentes modelos de regímenes sultanistas fue evidente. La mayoría de los países latinoamericanos se vieron insertos en ese movimiento. Solo se mantuvo la excepción de Cuba, pero para la generalidad se caminó aparentemente en la senda de la denominada consolidación democrática.
El populismo divide entre “pueblo puro” y “élite corrupta”, sin espacio para la pluralidad.
El éxito de esa transformación a finales del siglo pasado se tradujo en un impulso novedoso en el seno de la ciencia política, en la agenda denominada de la calidad de la democracia, que medía su comportamiento de acuerdo con aproximaciones teóricas iniciadas y desarrolladas, entre otros, por Guillermo O’Donnell, Leonardo Morlino y Larry Diamond. El resultado fue la realización de importantes avances cuantitativos en el análisis de la democracia, evaluando sus componentes. Freedom House, The Economist Intelligence Unit, la Fundación Bertelsmann, IDEA Internacional y el Proyecto V-DEM fueron los más preclaros agentes para canalizar dichos estudios.
Los variados índices cumplieron la misión de realizar exámenes tanto de carácter sincrónico como diacrónico. De manera global, la evidencia de esos trabajos mostró que, en torno a 2016, se inició una etapa de agotamiento de la ola democratizadora iniciada cuatro décadas antes, dando paso a un escenario de democracia fatigada. De modo insistente, el informe de IDEA Internacional presentado el pasado 11 de septiembre ratificó el deterioro democrático que afecta al mundo. En este contexto, aunque se mantienen las pautas del componente electoral de la democracia con la alternancia como resultado y tasas razonables de participación política, el malestar imperante entre la gente y la crisis de la representación política vienen siendo patentes desde entonces.
Crisis del pluralismo y agotamiento de la representación
El malestar se expresa a través de movimientos de protesta en un clima de conflicto social con radicalización de narrativas no necesariamente políticas. Su origen reside en el mantenimiento de patrones de desigualdad y exclusión social, así como en la lacerante corrupción y la inseguridad creciente. A su vez, el imperio cultural del neoliberalismo ha venido potenciando respuestas individuales y egoístas que retan a las formas tradicionales de acción colectiva y a las lógicas de solidaridad en un escenario extremo de sociedades líquidas –como teorizó Zygmunt Bauman– a las que había abocado la sociedad de consumo.
Ello se expresa, animado por las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información, en una opinión pública sin confianza en las instituciones, retraída de lo público e insatisfecha con la propia democracia por dos terceras partes de los latinoamericanos.
Asimismo, la crisis de la democracia representativa tiene su epicentro en el deterioro del papel clásico de los partidos políticos que, como ya avanzó Peter Mair, vienen sufriendo una dramática fragmentación y la pérdida de identidad, siendo capturados por candidatos con proyectos de marcado carácter personalista. Además, los sistemas de partidos se ven vapuleados por la alta volatilidad electoral de sociedades cada vez más hostiles. Este escenario supone una manifiesta banalización partidista. Si estas circunstancias se dan en Europa, en América Latina se ven agravadas por el presidencialismo como forma de gobierno y por tener Estados con capacidades mínimas.
Pandemia, polarización y declive democrático
El momento de inflexión global que supuso la pandemia agudizó los referidos síntomas de fatiga que venía padeciendo un buen número de los países situados en un nivel u otro del cuadro democrático. La pandemia polarizó a los votantes y socavó aún más la confianza en las instituciones, lo que condujo al incremento en la minusvaloración de la democracia y a la crisis de la representación política. Se consolidó la tendencia gestada en los años previos a que la gente se acostumbrara al paulatino declive de la democracia. A la referida evidencia de partidos fragmentados, volátiles y con una identidad menguada se añadía la centralidad de líderes sin experiencia y lanzados al ruedo político por consultores expertos en comunicación, aunque no fuera el caso de Andrés Manuel López Obrador, que al llegar a la presidencia contaba con una larga trayectoria política.
Este escenario se completaba con una sociedad transformada por la revolución digital exponencial, ya que en 2025, el 67.4 % de la población mundial utiliza internet frente al 6.7 % que lo usaba en 2000, calculando que el 90 % posee un teléfono celular. La pandemia también supuso un periodo de entrenamiento y de asunción irrestricta del credo digital.
La democracia ya no es motor del desarrollo, sino un procedimiento rutinario en fatiga.
Transformaciones sociales y tecnológicas
Ello trajo como resultado la configuración de una colectividad muy diferente a la del inicio del presente siglo, definida por media docena de rasgos distintivos: el creciente individualismo exacerbado por el paroxismo de la hipercompetitividad y agudizado por el hecho de que cada persona está conectada privadamente, pudiendo actuar de manera anónima; la articulación de las distintas identidades en las redes sociales que desarrollan nuevas formas de tribalismo, trastocando las formas de interacción social previas; los nuevos mecanismos de información y de comunicación que llegan a la gente de forma personalizada, inmediata y viral donde, además, se impone el imperio de la posverdad con la presencia de formas de manipulación de la realidad; los cambios en la conducta humana gestados por el síndrome de la dependencia de la conectividad y el falso sentimiento de empoderamiento que ofrece; en fin, la consolidación de una sociedad del cansancio que se autoexplota, según Byung-Chul Han, profundizadora del estado de sociedad líquida.
A todo ello hay que añadir, como sexto rasgo, la inédita capacidad de almacenar (y de manipular) datos, circunstancia generadora, en un lapso vertiginoso, de un complejo empresarial tecnológico virtual con un tamaño impensable hace un par de décadas. De hecho, para hacerse una idea, si Nvidia y Microsoft fueran países, tendrían el cuarto y quinto PIB más grande del mundo, respectivamente. Además, Meta, Alphabet, Nvidia, Microsoft, Amazon, Tesla y Oracle están totalmente comprometidos con la inteligencia artificial (IA) y están invirtiendo una cantidad incalculable de capital, tiempo y talento en crear una IA superhumana. Complementariamente, dichas empresas tecnológicas se están fusionando con el poder político, creando una relación de codependencia que se estrecha cada día.
La alianza entre poder tecnológico y político
En Estados Unidos, el presidente Trump, en coordinación con empresas de IA e inversores, está facilitando la inversión en chips, datos y energía, los componentes clave de la IA. Palantir, una empresa de IA con estrechos vínculos con Trump, acaba de firmar un contrato de 10 000 millones de dólares con el Ejército estadounidense. A ello se añaden los 500 000 millones de dólares destinados por Trump, OpenAI y la ingeniería financiera de SoftBank a Oracle para el proyecto Stargate.
Una situación que no se aleja de la existente en China, donde la relación es intrínseca y estratégica, marcada por la alineación con los objetivos nacionales, la colaboración estatal y la obligación legal de apoyar las actividades de inteligencia del gobierno. Aunque existen grandes empresas privadas, el gobierno chino las controla a través de la Ley de Inteligencia del Estado, que exige la participación activa en inteligencia y la presencia de células del Partido Comunista en las empresas.
La inteligencia artificial abre el horizonte de una “singularidad tecnológica” donde el control humano podría desaparecer.
De la democracia fatigada a la singularidad tecnológica
En ese escenario, pareciera que la democracia dejó de ser el motor del desarrollo político que fue durante el último medio siglo. Hoy puede afirmarse que la perspectiva es distinta. Lejos de ser un fin loable por alcanzar, la democracia se convierte en un mero procedimiento rutinario que a veces resulta una rémora. Nada permite avizorar que el indudable consenso establecido durante décadas no solo ha dejado de mejorarse, sino que además no se esté manteniendo. Las señales así lo evidencian, y más aún en la medida en que cada vez está más presente la idea de la singularidad tecnológica, así como del transhumanismo como hipotéticos puntos en el futuro donde la IA y otras tecnologías avanzadas alcancen un nivel de desarrollo tan acelerado y autónomo que, por un lado, superen la capacidad de comprensión y control humanos y, por otro, ayuden a confrontar las limitaciones biológicas, como el envejecimiento, y a potenciar las capacidades humanas.
Entonces, las máquinas podrían mejorar sus propias habilidades de manera exponencial, generando cambios impredecibles en la sociedad, la economía y la política; una situación que se asocia tanto con oportunidades (curas médicas, eficiencia global, conocimiento de la voluntad general) como con riesgos existenciales (pérdida de control humano, desigualdades extremas), un horizonte que mantiene un carácter especulativo de transformación radical.
La posdemocracia como escenario emergente
Por otro lado, como se ha señalado, el mundo se encuentra liderado por conglomerados tecnológicos en crecimiento constante y de una envergadura financiera desconocida. Actúan en conjunción con la cada vez más marcada alienación de los individuos, que desarrollan formas de acción colectiva nuevas incompatibles con la manera en que la democracia evolucionó durante décadas y que abre las puertas a un escenario insólito de posdemocracia que es incierto.
Dentro de la ambigüedad de este término, y en medio de la actual guerra arancelaria y el desmantelamiento del multilateralismo como vía hacia un orden mundial mínimamente operativo, caben vislumbrarse cuatro fenómenos recurrentes potenciados por la ya anunciada disrupción gestada por la IA.
El primero se refiere al riesgo de la capacidad autodestructiva que siempre fue considerada como inherente a la democracia, puesto que es un tipo de régimen político que permite cuestionarse y confrontarse desde su interior. La polarización afectiva, por ejemplo, resulta un instrumento eficaz para la acción política centrada exclusivamente en la conquista del poder o en la cancelación del adversario de acuerdo con la práctica de estrategias sutiles. Por ejemplo, en la actualidad, un argumento retorcido en relación con la situación que se vive en Oriente Próximo consiste en señalar que defender la acción genocida de Israel tiene que ver con la salvaguardia de la democracia, habida cuenta de que su sistema político es el único democrático en la región. Además, hay actores internos cuyo comportamiento es desleal –o incluso semileal, como denunciaba Juan Linz–. Al inicio, Vladimir Putin fue presidente gracias al voto popular, pero en su actuación inmediata erosionó constantemente el credo democrático, manejando las instituciones a su antojo, aplastando a la oposición y tomando todos los resortes del poder, como en su día hicieron Hugo Chávez, Daniel Ortega o Nayib Bukele.
El segundo se relaciona con la peligrosa vía de socavamiento de la institucionalidad democrática y de centralización del poder alumbrada por Donald Trump y la docena de epígonos que tiene en Europa y en América Latina (es el caso de Javier Milei, Daniel Noboa o Nayib Bukele, aunque este ya traspasó el umbral autoritario). Su comportamiento cercena la separación de poderes con el acoso a los miembros del Poder Judicial y las maniobras para manipular la configuración de los distritos electorales para obtener una posición más ventajosa en el Poder Legislativo; y también a los derechos humanos mediante el bloqueo no solo de las políticas de inclusión, diversidad e igualdad, sino también de la creación de chivos expiatorios sobre los que vuelca la ira de una ciudadanía seducida por múltiples formas de manipulación de la realidad. La soflama nacionalista articulada en el MAGA, así como el ataque a los medios de comunicación independientes, a la intelectualidad y a los grupos opositores, terminan con cualquier escenario de consideración y de respeto al pluralismo sobre el que se construyó la época dorada de la democracia.
En tercer lugar, el éxito del autoritarismo chino es un acicate a la hora de animar el mantenimiento de formas no democráticas en otros países. China exhibe el modelo tecnocrático-autoritario sobre la base del capitalismo, que ha logrado un indudable éxito económico, así como en la enorme transformación social en clave de urbanización y del incremento de los estándares educativos y de salud. El matrimonio entre política y fuerzas económicas de indudable peso mundial es, asimismo, una apuesta por un modelo triunfante para afrontar los retos actuales de la gran transformación originada por la IA.
Por último, precisamente la IA está siendo un instrumento enormemente adictivo, ya que en menos de tres años hay cerca de 8 000 millones de visitas mensuales a dispositivos móviles y de escritorio. ChatGPT recibe alrededor de ocho veces más visitas mensuales que su competidor más cercano, Gemini de Google, y alrededor de nueve veces más que la aplicación china de código abierto DeepSeek. Pero, sobre todo, es un instrumento disruptivo que actúa políticamente de forma dramática mediante la desinformación y que ya impulsa el conocimiento de las preferencias de la gente, haciendo pronto obsoleta la participación política convencional. La forma en la que el electorado concurre periódicamente a las urnas será pronto sustituida, al igual que la elección de sus representantes (como acaba de ocurrir en Nepal, donde la primera ministra Khadga Prasad Oli accedió al cargo tras una rápida consulta en la red social Discord). El hundimiento de los cimientos del diálogo civil, la autonomía del sujeto y la libertad individual corren riesgos inmediatos de ser sojuzgados por el moderno Leviatán, surgido bajo una nueva y poderosa configuración que es antesala del tecnoautoritarismo.
La pluralidad de legitimidades y el horizonte posdemocrático
La posdemocracia supone un espacio incierto que responde al momento actual de desconfianza generalizada y de atomización en comunión con los retos de la tecnología digital, que se ha convertido en una fuerza poderosa en el accionar y en las protestas ciudadanas, a la vez que proporciona a los gobiernos nuevas herramientas de vigilancia y control, y a las empresas beneficios históricos. Asimismo, es consecuencia del asedio que sufre la democracia representativa y de sus fracasos a la hora de confrontar los problemas de la ciudadanía, cada vez más complejos, así como de atender a sus demandas heterogéneas y volátiles.
La posdemocracia se sitúa en un escenario en el que la única legitimidad plausible –como señaló Juan Linz al referirse a la democracia como the only game in town– es remplazada por diversas posibilidades que encarnan varias legitimidades, todas ellas plausibles. Del otro lado, la singularidad es el paradigma confrontador en el marco del crecimiento tecnológico exponencial que nos asola.
Como matización al término acuñado por Colin Crouch en el año 2000, hoy la diferencia estriba en que la sociedad es diametralmente distinta y el nuevo complejo tecnológico digital alcanza dimensiones inimaginables a principios de siglo. En la actualidad no se trata solo de que se sigan utilizando las instituciones clásicas de la democracia que terminan resultando en una fachada formal. Su actuación se ve seriamente mermada por la profunda transformación de los lazos de confianza interpersonal, la floración de identidades múltiples que se superponen y el maridaje entre el poder tecnológico y el financiero.
Entre el tecnoautoritarismo y la esperanza democrática
Sin embargo, también se abre un marco y una oportunidad imponderable para reconsiderar los supuestos teóricos esbozados hace 250 años, gracias a la posibilidad de construir un panóptico popular, articular mejor las preferencias ciudadanas en busca de la voluntad general rousseauniana, poder controlar y transparentar las acciones públicas desarrolladas en la blogosfera, así como en el ámbito de la IA, y tener una mayor capacidad y velocidad a la hora de entender los problemas existentes buscando soluciones a estos.
Por otra parte, el discurso histórico del presidente brasileño Lula da Silva en la Asamblea General de las Naciones Unidas el pasado 22 de septiembre es el gran resorte esperanzador para que la democracia recobre nuevos bríos. La democracia no es negociable, va más allá del ritual electoral: su vigor se basa en la reducción de las desigualdades y en la garantía de los derechos más elementales –alimentación, seguridad, trabajo, vivienda, educación y salud–. El actual debilitamiento de la democracia, que corre en paralelo con la crisis del multilateralismo, debe articularse sobre la igualdad, la paz, el desarrollo sostenible, la diversidad y la tolerancia.
