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Educación sin cabeza: Otra escaramuza fallida para no transformar.

«Confunden disciplina con castigo, obediencia con sumisión, y autoridad con instrucción autoritaria.»
Por: Por Enrique Fernández / Redactor Comunitario
Durante siglos, la familia, la iglesia y la escuela fueron los grandes forjadores de carácter, brújula moral y criterio de quienes luego serían ciudadanos. Hoy, en plena cuarta revolución industrial, se ha sumado un cuarto actor con un protagonismo que no admite discusión: las redes sociales, esa plaza pública digital donde se moldea tanto la opinión como la distracción, a golpe de “likes” y algoritmos.
La pregunta no es menor: ¿cómo formar a una nueva juventud en artes, literatura y ciencias, al tiempo que la dotamos de las habilidades blandas y del rigor técnico que exige este siglo? Y, sin embargo, mientras el mundo corre en dirección a la innovación, aquí seguimos empeñados en desempolvar a Pavlov con su simplismo binario de premio o castigo.
Frente a este nuevo escenario, ¿cómo repensar las artes, la literatura, las ciencias y las tecnologías? ¿Cómo dotar a las nuevas generaciones de habilidades blandas y competencias STEM que exige este tiempo? Lo que vemos, sin embargo, es un retroceso: la insistencia en medidas trasnochadas, basadas en el esquema pavloviano del premio y castigo, como si estuviéramos aún en las aulas de hace dos siglos.
La historia enseña que las grandes civilizaciones no se erigieron sobre sanciones arbitrarias, sino sobre la sabiduría y la visión de sus dirigentes. Roma, Atenas, el Renacimiento: todos supieron que gobernar es mucho más que gritar órdenes. La ironía amarga es que hoy, en nombre de la “disciplina”, se reinstaura un sistema de normas golpeadas con martillo y sostenidas con amenazas.
¿De qué sirve revisar el peinado impecable del alumno si nadie pregunta por qué llega tarde? Quizás porque viene a pie desde la comunidad, desde su colonia o barrio, o varios kilómetros pasando un río en la zona rural; sin dinero para el bus o el pickup del cantón y lógicamente sus zapatos no llegarán relucientes. ¿De qué sirve exigir un uniforme reluciente si en su casa llevan semanas sin agua potable? ¿De qué sirve castigar su “falta de orden” cuando quizá no desayunó más que un café ralo porque no hay para más…? La paradoja es brutal, exigimos obediencia militar a quienes apenas sobreviven en condiciones civiles.
Esa es la realidad cotidiana en la que se intenta imponer un modelo educativo autoritario, desconectado del humanismo más básico.
La educación, convertida en un peón más dentro del tablero del poder, en su batalla ideológica, ha sido relegada como lo fueron ya la agricultura, la vivienda o la economía social. Y mientras la salud se privatiza con la nueva red de hospitales con destreza quirúrgica para engordar bolsillos privados, la educación se maquilla con «medidas de orden y disciplina «uniformes y botas como si eso bastara para reformar algo.
Confundir disciplina con obediencia ciega
Se confunde deliberadamente disciplina con castigo y rebeldía con desviación. Pero todo niño, incluso el más tímido, tiene momentos de inquietud, respuestas incómodas y, sí, también rebeldía. Eso no es un defecto, sino parte de la psicología básica del ser humano.
Las medidas de gobiernos anteriores no fueron perfectas, pero muchas veces se rodearon de expertos preparados en universidades extranjeras. Hoy, en cambio, se recurre a un simplismo torpe: uniformes, botas y estética militar como símbolos de disciplina, dejando de lado la reflexión y la pedagogía crítica. El resultado es un sistema que no forma individuos empáticos ni reflexivos, sino moldear ciudadanos obedientes al miedo y al castigo.
Confunden disciplina con castigo, obediencia con sumisión, y autoridad con autoritarismo. Nadie recuerda o finge no recordar que incluso el más tímido de la clase tiene derecho a su rebeldía ocasional, a su pensamiento incómodo, a su desorden creativo. La psicología humana no se doma a gritos, así como tampoco la ciencia se construye con rezos.¡Cada cosa en su lugar… ¡
Las viejas políticas educativas tenían aciertos que hoy se desechan con el argumento pueril de que pertenecían a “los otros”. Incluso dictaduras pasadas y qué ironía reconocerlo, tuvieron la sensatez de rodearse de expertos formados en Europa, mientras hoy se privilegia el dogma sobre el conocimiento. El resultado: un híbrido grotesco de escuela y cuartel, donde se aprende más a temer que a pensar.
No necesitamos más aulas que repitan mecánicamente contenidos; necesitamos laboratorios vivos de ciudadanía. La educación del futuro no se mide en certificados ni uniformes impecables, sino en la capacidad de formar ingenieros que comprendan la ética de sus diseños, matemáticos que valoren la belleza de la justicia social tanto como la de una ecuación, programadores que escriban código con responsabilidad y poetas que sepan traducir los dilemas tecnológicos a palabras humanas.
El negocio detrás de la educación
La educación, como la agricultura, la vivienda o la economía social, se ha convertido en un pilar abandonado del desgobierno. Los sectores que no resultan rentables para la acumulación y los negocios privados quedan relegados. La salud, en cambio, sí ha sido transformada en un jugoso negocio bajo esquemas público-privados, donde millones de fondos públicos terminan desviados a cajas negras.
En este contexto, la educación parece va a correr la misma suerte: en lugar de reformas profundas e integrales, se adoptan medidas simbólicas y autoritarias que no preparan a los futuros profesionales para los retos del siglo XXI.
Mientras que del presupuesto que se asigna cada año al final no se gasta ni el 70% de su monto asignado, pues se les exige devolver dinero y liquidar sus sobrantes o por decreto, reasignan fondos para otros gastos, sacrificando el precario fondo para educación, y esa historia se ha vuelto común bajo esta administración.
La ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas (STEM) no deben ser el pasaporte exclusivo hacia el mercado laboral, sino herramientas para una democracia más lúcida y compasiva. Porque no hay educación cuando el conocimiento se usa solo para el provecho individual, pero sí la hay cuando ese saber se transforma en servicio, cuando la innovación se pone al servicio de la equidad y no del capital ciego.
Silencios cómplices.
Lo más preocupante no es solo la ocurrencia gubernamental de vestir a la escuela con botas y camuflajes en tiempos de paz, sino la complicidad silenciosa a veces cómplice, a veces resignada de ciertos gremios magisteriales. Callan, aplauden a medias, o se limitan a negociar migajas salariales o cargos en oficinas  adjuntas (Junta carrera docente, Bienestar Magisterial donde los dirigentes se reparten cargos para parientes ,jugosos sueldos y dietas)mientras legitiman un proyecto que desempolva cartillas de disciplina al más puro estilo hitleriano. Sí, como se lee: un manual viejo, oxidado y violento, disfrazado de innovación pedagógica.
Estos dirigentes sin credibilidad  y cada vez  sin seguidores no pasan de ser figuras decorativas a los que llama el régimen sólo cuando necesita validar diálogos mudos y como resultado , tristemente, estos gremios se quedan cada vez sin afiliados para convertirse en.»Bases Ministeriales» «SIMELUCRO»  y NIANDES» como parodia actual de lo que antes fueron.
En lugar de defender el derecho de sus alumnos a pensar, a disentir, a rebelarse creativamente, terminan convalidando un modelo que pretende convertir a los estudiantes en un contingente dócil de juventudes uniformadas. Y ya sabemos cómo comienza esa historia: con consignas de orden y disciplina, y cómo suele terminar… con generaciones enteras moldeadas no para la ciudadanía crítica, sino para la obediencia ciega.
Paulo Freire tenía razón
El pedagogo Paulo Freire nos recordaba que la verdadera educación transforma porque cuestiona permanentemente. El actual modelo, en cambio, está diseñado para producir una clase trabajadora dócil, no reflexiva y sin compromiso social. Se dirá que es meritocracia, pero no lo es pues si lo fuera, todos tendrían las mismas oportunidades.
No, lo que tenemos es un sistema perverso que necesita obediencia, no pensamiento crítico. La educación auténtica, por el contrario, incomoda, despierta, y sobre todo, cambia.
La ironía es grotesca pues se promete formar “capital humano para el futuro” cuando, en realidad, se está ensayando el pasado más oscuro. La escuela, que debería ser un semillero de ciencia, arte y empatía, se transforma en un cuartel simbólico donde la consigna es obedecer hoy… y quizá marchar mañana hacia cualquier guerra que surja, incluso la del poder contra su propio pueblo.
El modelo actual no busca ciudadanos críticos ni agentes de cambio solo pretende súbditos dóciles y sumisos. Pero la verdadera educación, como diría Paulo Freire, no domestica, sino que libera; no repite, sino que transforma; no teme al cambio, sino que lo provoca. La cuestión es si queremos seguir produciendo piezas obedientes para una maquinaria desgastada, o ciudadanos capaces de reinventar el mundo que heredarán.
Estamos ante otra escaramuza fallida que no busca transformar la educación, sino asegurar la obediencia. Y mientras la disciplina siga siendo sinónimo de miedo, y el uniforme un recordatorio de castigo, la educación seguirá siendo un terreno fértil para el control, no para la libertad.
La respuesta, aunque incómoda, es urgente.
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