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Relato de Manuel Alcántara: La memoria sobrevalorada.

 

¿Por qué no reivindicar el olvido? Hay centros, museos, programas de estudio, monumentos conmemorativos, odas reivindicativas, que se centran en la memoria. El recuerdo es el eje motriz de unas vivencias que dicen construir una determinada identidad sin la cual no es posible vivir. Sí, se sostiene, sin memoria no hay identidad. Se sedimentan experiencias que pretenden hablar en nombre de un pasado que se considera prístino. Se reconstruyen escenas de dolor que los seres sufridores decidieron sepultar en el silencio y que ahora no contemplan porque están muertos, pero ahora otros hacen de las mismas el sentido de sus vidas. Todo ello es un envoltorio que pretende dar sentido.

Quizá fuera Sócrates el que contribuyó a apuntalar el valor de la memoria con su famosa invectiva contra la escritura pues su ejercicio introduciría “el olvido en el alma de quienes la aprendan”. La escritura, que todo lo dejaba registrado, era un arte externo y dependía de señales ajenas y, además, facilitaba una posición que no estaba basada en recordar desde dentro, de manera que se daba la apariencia de sabiduría, no su realidad. Mucho más tarde, el principal atributo de los ordenadores que poco a poco fueron invadiendo nuestra existencia era la cantidad de memoria de que estaban dotados. La memoria adquiría una redoblada preeminencia.

Frente a ello el olvido parece quedar relegado a un lugar secundario. Su ejercicio es denostado y quienes lo ejercen son considerados descuidaos y hasta cierto punto negligentes. La persona olvidadiza es sinónimo de distraída, ligera y, a la postre, irresponsable. En el mercado de las actitudes la memoria cotiza al alza mientras que el olvido se hunde. No habrá más penas ni olvido. Sin embargo, a pesar de ese desbalance, sigue habiendo quienes se preguntan si en el largo plazo es más transitoria la memoria que el olvido. Si este no es el que al final prevalece como ocurre con el viejo encerado cuando el borrador hace su trabajo al final de la sesión.

Es probable que la nostalgia, que goza del atractivo del sentir romántico, sea el gozne que media entre ambos. No la hay sin la remembranza, pero es el olvido el que dispara las emociones porque la orfandad siempre las alimenta. La memoria y el olvido son las dos caras de la misma moneda que producen la melancolía y su consiguiente estado de ánimo con dosis alternas de exaltación y de desánimo. En su (des)equilibrio no hay juez alguno que imparta justicia quedando el estado de las cosas en una permanente armonía inestable sobre la que solo los muy obsesivos quieren intervenir. El uso de fármacos o la realización de prácticas alternativas ligadas con el terreno de la meditación son la solución.

La memoria del pez inserto entre los cristales de una pecera digital cuyos límites no por transparentes y auto reflexivos dejan de ser menos rígidos es la metáfora del escenario que hoy es cada vez más habitual. Por ello, todo se confía al universo digital donde las fotos se acumulan por miles y los hilos de conversaciones se incrustan en un pasado que es presente gracias a un leve gesto manual. La memoria está en el bolsillo, aunque la incapacidad del recuerdo quede bloqueada. Si aquella agenda azul donde se escribieron los avatares de una época muy lejana permanece al fondo de la cajonera que nunca se abre ahora el asunto no deja de ser muy distante a pesar de la sensación de que la situación es diferente.

Las historias se amontonan dando fe de comportamientos diversos. Todo el mundo tiene su versión, así como la valoración a la hora de inclinarse en pro del recuerdo o del olvido y se podrían traer a colación numerosos relatos del papel que ambos juegan en sus vidas, de la manera en que se entreveran. Como en la historia de aquella mujer que fue asaltada cuatro veces en su coche y que decidió poner unas lunas oscuras con las que anonimizar por completo a los pasajeros a costa de que la visibilidad fuera nula cuando oscurecía fuera con el consiguiente riesgo de sufrir un accidente. Cuando conduce diariamente mantiene vivo el trauma de la agresión.

“Estos días azules, este sol de la infancia” configuran el último suspiro lírico de Antonio Machado. Evocan una ilación entre el presente del hombre de 64 años a punto de morir en Colliure, en la ribera del Mediterráneo, y los años de su niñez sevillana donde contempló florecer los naranjos. La memoria como un continuo vital de una andadura intensa, y a la postre dramática, y el pálpito que supone la luz y su efecto a la hora de activarse. Pareciera que el olvido ha perdido la partida ante el surgimiento del destello que define no solo un momento sino una trayectoria. Pero ¿no es sino una añoranza selectiva entre otros posibles recuerdos?, ¿cuáles?, ¿los que atesoraba su madre a su vera?, ¿otros?

Avanza solo por calles que no conoce. Sin embargo, los recuerdos de otros lugares surgen continuamente, pero evita las comparaciones. No se trata de espacios similares. Quizá sean los olores, los tonos y la frondosidad de la vegetación. La altura de las casas. Las plazoletas con bancos y espacios para los juegos infantiles. La temperatura. Las nubes. La intensidad de la brisa. No hay querencia de compañía alguna. A veces le vienen a la memoria pasajes de lecturas recientes que desecha de inmediato. Entre sus dedos juega con una castaña que ha cogido del suelo. Ha perdido la noción del tiempo. Es un desconocido en una ciudad cualquiera. No sopesa intenciones de quehaceres inmediatos. El olvido.

 

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