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Relato: Recuerdos anticipados.

Por Manuel Alcántara Sáez.

Supo la razón por la que estaba grabando aquella escena porque ella le dijo que le alienaba la manera que tenía de construir su pasado. Al principio no la entendió. Pensó que se trataba de una chanza con las que habitualmente lo provocaba, pero al constatar la tristeza en su mirada entendió que iba en serio. Llevaba nervioso toda la tarde y la forma en que al caer el día aquel hombre tocaba la guitarra acompañando a la solista que derretía las palabras de su canción preferida le había afectado profundamente. El impulso fue inmediato, cortó la conversación y concentró toda su atención en la manipulación de su móvil para inmortalizar la escena. Todo fue muy rápido, como siempre, pero ella no perdió la oportunidad de hacerle ver el permanente desatino de su vida.

Vivir del recuerdo es una cosa, pero otra muy diferente es vivir para fabricar recuerdos. Pasar de la desnudez absoluta donde solo la imaginación sobrevuela la vida esteparia a la acumulación de impactos audiovisuales, o simplemente visuales, registrados para dar sentido a una existencia difícil de explicar. Encumbrar un relato que deja de ser huérfano para adquirir el papel principal en la explicación de los avatares de una vida mediocre. Asumir la diferencia existente entre lo que se vierte del pasado y se anticipa del futuro. Pero ¿cómo llevar a cabo la ilación entre el recuerdo y la premonición? ¿Existía algún punto de contacto? ¿Podían ser intercambiables?

Otra cosa era aquel hombre mayor del que se decía que tenía una insólita capacidad de leer el futuro. El carácter sorprendente de su habilidad radicaba sobre todo por el hecho de que siempre se asociaba a la mujer esa maña. Las pitonisas configuraban un gremio alentador de hazañas diversas predictoras del mañana. Sin embargo, se decía que él tenía ese don desde muy joven, algo que era de todos conocido en el barrio. Por ello a nadie sorprendió su interpretación del apagón que había dejado a oscuras la ciudad durante dos días. No se trataba de algo que tuviera que ver con la decrepitud de unas instalaciones sin mantenimiento desde hacía años, él simplemente recordó a todo aquel que se le aproximó que los tiempos que corrían eran sombríos y que la nocturnidad era el lecho al que estaban abocados.

Nada de ello era ajeno a la capacidad que muchos tenían de pensar una y otra vez que anticiparse a los infortunios no solo era necesario, más aún imprescindible, sino que requería de apuestas firmes e incuestionables. Por eso la cantinela se repetía constantemente: “más vale prevenir que curar”. Para ello cualquier artimaña valía. Sopesar las posibles variantes con que confrontar el futuro validaba cualquier mecanismo al uso. Desde llorar a reír, desde hacer reinar el silencio a imponer el griterío de la plaza, desde rezar a invocar el eterno hado de la tribu, desde aplaudir hasta hacer sonoro el abucheo. Imaginar, elucubrar, animar la inspiración, sopesar las soluciones, encauzar los presentimientos, aplacar las pasiones.

No es ficción ni menos un recurso lírico. Hace cinco años, las últimas palabras de aquel hombre negro golpeado y prendido por el policía blanco encima de él fueron: “no puedo respirar” El binomio hobbesiano compuesto por la obediencia y la protección quedaba hecho añicos y las imágenes grabadas potenciaron el brutal desatino. Aquella era el obligado anticipo que esta demandaba al recuerdo. Puesto que obedecer siempre supone construir hábitos que protejan de los azares de la pesada incertidumbre. La falta de aire era el síntoma de la fatiga que se adueñaba del cuerpo y que preludia un camino hacia el desastre. La astenia conduce al pánico, la vista se ennegrece y el dolor enloquece. El síndrome deja de ser una anécdota local para constituir una pauta de comportamiento general.

Cada mañana, poco después del amanecer, inicia su rutinario paseo para dar de comer a los gatos cuyo deambular inquieto a la vez que pacífico se ha adueñado de aquella parte de la ribera del río. Ella ha asumido voluntariamente una tarea por la que muchos, por su función meticulosa rayando lo obsesivo, la consideran loca. La ciudad parece vacía, aunque la gente en sus diminutos apartamentos se dispone a tomar la calle para ir a realizar los quehaceres cotidianos. La mayoría está sola y es ajena al revuelto silencioso que los felinos domésticos han generado. Es un festín sereno. El hambre es un predictor del comportamiento y su satisfacción es preludio del crecimiento aritmético de la colonia gatuna. Ella permanece ajena. Es feliz. Llegará un momento en el que los recuerdos colectivos de aquella situación anticiparán el odio depredador.

Era ya de noche cuando detuvo súbitamente el coche y volvió a sacar con rapidez de su bolsillo el móvil para grabar la escena. Ella no le preguntó por qué lo hacía, ni se molestó en mirarle. Al revés, desvió su mirada. No quiso ser cómplice visual de aquello ni, menos aún, almacenar en su retina esas imágenes que sabía que desde aquel mismo instante compondrían parte del acervo de justificaciones autocumplidas de las recurrentes tesis de él. No solo no lo deseaba, sino que lo repudiaba. Jugar con la construcción de recuerdos sobre la base de un guion preestablecido era tramposo. Peor. Era una ignominia con respecto a sus convicciones y en relación con el propósito del archivo visual gestado. Por eso salió del coche con parsimonia mientras él protestaba porque distraía su grabación. Paró al primer taxi que pasó y nunca volvió a verle. Jamás pensó que aquel constituiría su último recuerdo anticipado.

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