Una sociedad que se consume por el consumismo.
Por Diego Fernando González Argumedo*
Es innegable que en pleno siglo XXI nos estamos enfrentando a una de las más grandes vorágines de los últimos tiempos: el consumismo desmedido. Quizá la forma más evidente es el consumismo de productos de distinta índole, aunque hay que acotar que a veces no es tanto el producto sino la marca que se busca adquirir ya que eso da una imagen de bienestar, de felicidad y de cierto estatus así sea muy subjetivo.
Podemos decir entonces que vivimos en una sociedad en la que se vive para consumir, así como lo ha recogido en su obra el sociólogo Zygmunt Bauman. Si contextualizamos para la cultura salvadoreña podemos ejemplificar el “Black Friday” o el lanzamiento del nuevo iPhone, adquirir entradas para el cantante de género urbano que esté en boga o para degustar un café muy sobrevalorado, porque bien vale la pena hacer filas interminables o hasta pernoctar en el sitio para ser de los primeros en ser servidos. Infortunadamente esto genera una cultura frívola y superficial donde se vive de las apariencias y en la que jamás se llegará a una satisfacción plena ya que, paradójicamente, la sociedad de consumo genera una satisfacción efímera que deja un vacío y solo puede ser llenado por más consumo. Así como se mencionó antes ya el nuevo iPhone es obsoleto y hay que comprar el siguiente y luego el siguiente y luego el siguiente.
Pero, así como hay consumos de productos también se puede hablar de consumos culturales y, en gran medida, se ven reducidos a mero entretenimiento. Así como lo planteó el difunto Vargas Llosa en su libro “La Sociedad del Espectáculo” en la que todo tiene que ser llamativo y entretener, desde la clase de balances financieros al noticiero nocturno pasando por la revista matinal llegando a los creadores de contenido e influencers. Es bastante tedioso cuando todo debe tener un fin edonista de “hacer sentir bien” ya que se llega a un peligroso hastío que no deja espacio para otros elementos como la seriedad para poder reflexionar de aquello consumido inclusive mucho tiempo después de acabado el contenido. Hoy la noticia debe ser amarillista y sensacionalista mostrando sangre, tripas y drama; los debates y análisis políticos se vuelven pleitos con descalificaciones e insultos casi llegando a la agresión física; el documental sobre literatura caballeresca debe mostrarse como una película hollywoodense con romance, suspenso y hallazgos incendiarios exclusivos de dicho documental (así luego sean desmentidos por otras fuentes).
Ahora bien, no es necesariamente solo la estructura del consumo, también vale la pena analizar la “nutrición” de lo que se consume, es decir, que tan profundo o sustancial es el contenido de la oferta cultural o de entretenimiento a la disposición de la población. Así puede ser la música, el cine, la literatura o la danza entre tantos otros, pero para hacer un ejercicio práctico veamos el caso de la comedia: si bien el fin último del humor es entretener no es lo mismo consumir a Franco Escamilla que consumir a Les Luthier; el humor del primero es vulgar y altisonante que resuena con un gran número de la población mientras que el humor de los segundos es más fino ya que se requiere cierta avispes mental: saber de política, historia, filosofía, religión, etc. Por no decir que hacen honor a su nombre y mezclan el humor con música tocada con instrumentos musicales hechos por ellos mismos, lo que agrega un nivel más complejo al humor de los argentinos. Ahora, ¿está mal consumir el humor de Escamilla? ¡Claro que no! Pero es un material que no deja mayor sustancia lejos de unas risas baratas, así como comer comida chatarra no aporta mucho a una dieta saludable.
Es aquí donde se debe hacer una pausa ya que habrá algún grupo social que le achacará este consumo chatarra a las redes sociales. Es innegable que las redes sociales han venido a incidir a la cadencia de este consumo: materiales cada vez más cortos generan mayores dependencias y, a su vez, una capacidad de atención reducida ya que algo que dure más de 5 minutos ya es difícil entenderlo y seguirle el hilo. Pues bien, cada generación ha tenido su antagonista y chivo expiatorio de la decadencia social: la de mis padres fue Elvis Presley, en la mía fueron los videojuegos y hoy son las redes sociales. Podría aventurarme e irme más atrás en el tiempo y encontrar otros, pero haría este escrito más largo de lo necesario, lo que si puedo decir es que esos “antagonistas” siempre han estado allí entonces ¿por qué ahora parecen ser más populares que antes? Me atrevería a señalar tres aristas de este fenómeno: la primera sería que éstos tienen mayor difusión a través de las TIC, la segunda sería el “wetware”, es decir, el usuario/consumidor, y la tercera sería una educación precaria e incipiente donde no se enseña el pensamiento crítico, el razonamiento lógico y la estética básica, entonces cualquier cosa va a captar la atención (y admiración) del público así sea algo chapucero y hortera. Entonces al sumar estos tres elementos: conectividad 24/7 y remota, un individuo que no sabe filtrar y ayudar al algoritmo de su red social a mostrarle contenido de calidad y esto a causa de un sistema educativo inepto, es que tenemos a grandes segmentos poblacionales que saben identificar fácilmente quien es una Kardashian, un Yeik o un Nodal pero ignoran totalmente sobre un divulgador científico como Neil deGrass Tyson o un excelente conductor orquestal como Gustavo Dudamel o una activista feminista como Malala Yousafzai.
Como corolario sería un sueño guajiro intentar detener esta sociedad de consumo, pero creo que al menos es tarea de algunos de nosotros poder modificar el tipo de consumo que se hace y aspirar a que sea algo de mayor calidad. Un consumo que no solo sea entretenimiento podría generar una masa crítica que podría razonar los consumos materiales: ¿Para que gastar en el último iPhone si el actual aun me es útil y funcional? ¿Por qué gastar en los últimos Niké si los de hace tres años aún están en buenas condiciones y me tallan bien? Y si ya estoy en eso a lo mejor se llega a un escalón superior: ¿Vale la pena pagar tanto por un teléfono o unos zapatos cuando una marca más barata me conecta igual o me calzan igual o mejor? Y si ya estamos en esa utopía entonces soñemos aún más y lleguemos al siguiente nivel: “No necesito que una marca se vuelva mi identidad”. Es así como la sociedad podría consumir responsablemente y que no termine siendo consumida.
*Arqueólogo, docente e investigador independiente.