Editorial: ALÉRGICO A PROTESTAS CIUDADANAS.

Si no hay espacio para la protesta, lo que viene no es paz: es silencio impuesto que tarde o temprano va a reventar.

Cuando el Estado prohíbe protestar y se vuelve alérgico a sus ciudadanos, la verdadera insurrección será recordar que tenemos derecho a decir basta. Aunque no nos dejen gritarlo.

Por: Walter Raudales.

Hay épocas en que los gobiernos pierden el sentido de prudencia y respeto a los ciudadanos del país. Y prefieren perfeccionar la prepotencia y la represión. No han aprendido de la historia que empeñarse en ello ,¡solo atiza el fuego de la olla ¡.

Vivimos uno de esos momentos: cuando unos campesinos desesperados sí, esos mismos que durante décadas han alimentado al país, desde tierras hoy en disputa, que por ley pretenden expropiar y embargar. Los afectados en su desamparo se atreven a acampar cerca de la residencia presidencial para evitar su desalojo, la respuesta del Estado es el garrote, la cárcel… y el teatro de los “opinadores” oficialistas, siempre listos para fustigar a quien cuestione el orden celestial establecido

Porque eso es lo que hoy se castiga: el atrevimiento de existir fuera del libreto.

Los miembros de la cooperativa El Bosque no negaron sus deudas. No son insurrectos, son agricultores. No exigen privilegios, son víctimas de situaciones climáticas, y manejos legales ilegítimos y ante ellos piden soluciones viables para no perder lo que han cultivado por más de cuarenta años. Pero en un país donde se adora al concreto y se demoniza a la raíz, ellos son una molestia. Así que se los acusa de «desorden público» y del crimen de la protesta social, como si dormir bajo una lona fuera ahora una forma de terrorismo.

Y a su lado, un abogado de los pocos con dignidad y valor que aún quedan, que, para más escarnio, cumplía su función también termina esposado. Porque en este nuevo orden de cosas, defender a alguien se ha vuelto un crimen. Un crimen lento, de silencios pactados, de medios vendidos, de instituciones vaciadas y cómplices de lo ilegal y chueco.

¿Dónde se puede protestar entonces?

¿En la PDDH, esa oficina fantasma que huele más a archivo que a derechos? ¿En los tribunales, cuyas togas ya no ocultan la obediencia ciega? ¿En una Asamblea Legislativa poblada por botoneros de vocación y lectores de memes, que confunden la democracia con el karaoke de decretos? Si los diputados oficialistas fuesen una aplicación, serían un script de código automático que aprueba leyes sin entenderlas. Y sí, una inteligencia artificial (IA), bien podría reemplazarlos. Más barata, más eficiente, y honestamente y quizás hasta más digna y con gran ganancia de ser inteligente.

Mientras tanto, faltan medicinas, sobran desalojos y se multiplican los eufemismos y halagos que alimentan en gigante el ego de poder.

La represión ya no se anuncia con tanquetas. Ahora llega con hashtags, órdenes fiscales opacas y una retórica que transforma víctimas en saboteadores. Pero el eco de los años 80 sigue ahí, agazapado, recordándonos que cada vez que se cerraron los caminos de la legalidad, la historia abrió caminos de tragedia.

Qué nos queda, dirás. Atención pueblo, mucha atención:

Solo queda apelar y no por convicción, sino por falta de alternativas— al único centro de poder real. Sí, a ese personaje omnisciente que presume saber dónde se esconde hasta el último balón sucio en cualquier rincón del aparato estatal. Un superadministrador todopoderoso, con mirada de láser y manos en cada engranaje de la república. Lo paradójico es que, mientras él dice saberlo todo, el ciudadano común apenas está entendiendo el guion de la película de terror en la que fue incluido sin aviso.

Porque el libreto ha sido hábilmente construido: tiene villanos previsibles (los que reclaman), héroes encartonados (los que obedecen) y un espectador atónito que, sin saberlo, ya está atrapado en la trama. Pero esto no es Netflix. No hay botón de “saltar episodio”. No se puede cambiar de canal.

Es momento de quitarse la venda, no como acto simbólico, sino como reacción urgente a un sistema que ya no oculta su desprecio por el disenso y por los que lo hacen. De abrir los ojos, aunque escueza la luz. De afinar el oído, no para repetir el discurso oficial, sino para captar los latidos del país real: ese que grita en la calle, que tiembla en las comunidades desalojadas, que resiste en los barrios donde aún se recuerda que gobernar no es arrasar.

Hay silencios que suenan a advertencia. Y hay momentos históricos en los que callar es colaborar. Este es uno de ellos.

Reflexión final:

En un país donde protestar es un delito, se criminaliza la protesta y la denuncia social, en donde solo te permiten obedecer como una virtud permitida, la verdadera insurrección será recordar que tenemos derecho a decir basta. Aunque no nos dejen gritarlo.

Hay una línea invisible que un gobierno no debe cruzar: aquella que convierte al ciudadano en enemigo. Esa frontera, tan intangible como sagrada, delimita el ejercicio legítimo del poder ante lo totalitario. En esta tierra donde las cicatrices de la guerra aún no terminan de cerrar, aunque se maquillen con slogans, se editen u oculten de los libros de texto, pretender que se puede borrar el pasado como si fuera una cuenta de Twitter no solo es cínico, es temerario. Porque hay memorias que siempre duermen con un ojo abierto.

Y cuando la gente no tiene a dónde ir, cuando las instituciones no funcionan, cuando todo reclamo es sospechoso y toda protesta, subversión, lo que queda es una olla de presión. Porque hasta la mejor tubería de acero revienta cuando no hay válvulas de escape.

Pero esto no parece incomodar a los entusiastas del autoritarismo cool: esos que celebran cada golpe al disenso con banderas pixeladas y emojis patrióticos, como si aplaudir el garrote desde el sofá los hiciera más patriotas. Aunque les cueste aceptarlo, el poder absoluto no premia la fidelidad: la devora. Que se lo pregunten a los buseros que ayer eran aliados del sistema y hoy son parias desplazados; o a los empresarios y funcionarios cercanos de medio pelo que aplaudían con fervor hasta que los dejaron fuera del reparto y los extinguieron de los caminos.

El poder absoluto es un boomerang. Hoy te protege. Mañana persigue. Nadie sobrevive indemne al fuego que eleva caudillos y cultiva dictadores. Quien cree que el monstruo solo se come a los otros, es ser iluso, pon tu barba en remojo, pues podés ser el próximo porque esa hambre arrasadora es insaciable.

Estimada ciudadanía te pedimos que observes, cuestiona, y acompaña. No te conformes con la versión oficial. El silencio es cómodo, pero nunca es inocente. Elige de qué lado de la historia quieres estar.

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