Por: Francisco Sánchez. *
Leo que el presidente Javier Milei llamó «cerdos» a los periodistas que informaron de su tardía llegada a los funerales del papa, cuya madre mentó en su momento. Su participación en las pompas fúnebres no eran solo un asunto de empatía con los millones de argentinos católicos, sino una cuestión de relaciones internacionales, pues por ser jefe de Estado del país de nacimiento del fallecido, el protocolo del Vaticano le había otorgado un lugar privilegiado. En cualquier caso, como representante de su país, tenía que estar ahí a pesar de que el occiso jefe de Estado no le resultase particularmente simpático. Tanto es así que, en el pasado, no había ahorrado ningún adjetivo cuando le llamó públicamente «zurdo», «representante del maligno en la Tierra», «sorete mal cagado», «imbécil» o «potato».
Lo que en otras circunstancias se habría constituido en casus belli no pasó a mayores por ser también el agredido la máxima autoridad de un país teocrático cuya religión tiene por base el perdón de los pecados si hay arrepentimiento y confesión, como en efecto sucedió. No obstante, revisando mis apuntes del catecismo, me parece que Milei incurrió al menos en el pecado capital de la soberbia, pues con los insultos al papa Francisco buscaba la atención de los otros y manifestaba esa egolatría que le hace verse por encima de los demás.
Siguiendo con la Argentina, es difícil separar en la imaginación a los Milei de los Kirchner, aunque en el caso de Néstor y Cristina hay una clara diferencia: ambos tenían actividad política antes de ser pareja y sus carreras fueron por cargos de elección, no debiéndose necesariamente al favor de sus parientes. A esa saga también pertenece su hijo Máximo –que comparte mayúsculo nombre con el hijo del expresidente Menem–, quien ahora es diputado federal. En este caso cabe la sospecha de si hubiese tenido una fulgurante carrera política de no ser el hijo de dos expresidentes, también porque no se le conoce otra actividad más allá de la política, ni profesión alguna.
El mismo Máximo Menem ironizó ante las críticas que le hacían por su afición a los videojuegos diciendo «puede ser que estas manos hayan tenido un joystick de PlayStation pero nunca se levantaron en el Congreso de la Nación para votar a favor de los Fondos Buitres, de los ajustes a la gente y de los ajustes a los jubilados». Ahora controla la organización política a la que está vinculada su familia y es posible que lo haga bien porque haya aprendido gracias a su posición privilegiada y al capital simbólico legado por sus padres. Por eso creo que en estos casos lo importante es determinar si en algún momento llegan a adquirir mérito y capacidad. Es decir, si dejan de ser el sobrino de y pasan a tener nombre propio, tal y como ocurrió con Alejandro VI –el papa Borgia– cuya proyección histórica ha superado la de su tío y predecesor en el trono de San Pedro, Calixto III.
No quiero terminar dejando la sensación de que el nepotismo es una práctica exclusiva de Argentina, pues se trata de un fenómeno antiguo, global y de difícil control. Parece que finalmente nos dejamos llevar por el sentimiento gregario de beneficiar a la consanguinidad y la herencia. Prueba de esta dificultad, la iniciativa de la presidenta de México Claudia Sheinbaum, quien, como hiciera el papa Inocencio XII con la bula Romanum decet Pontificem, presentó al legislativo un instrumento jurídico que prohibía la transmisión de cargos entre familiares y el nepotismo, pero que no tuvo el apoyo ni de su propio partido, Morena, ahora controlado por Andrés López Beltrán, hijo del fundador y predecesor de Sheinbaum en el cargo, Andrés Manuel López Obrador.
Tampoco creo que se deban satanizar, a priori, los lazos familiares en política. Uruguay, por ejemplo, cuenta con sagas familiares vinculadas a los partidos como pueden ser los Batlle en el Partido Colorado o los Lacalle/Herrera en el Partido Nacional o Blanco. Para mí, el problema está cuando un político confía solo en su familia, como ocurrió con el último Perón, porque significa que el mérito y la capacidad no importan y porque convierte la política en un acto de fidelidad incondicional al líder. En definitiva, esto pone en evidencia la debilidad de formas de confianza interpersonal y social entre los distintos grupos, es decir, devalúa el capital social, algo tan necesario para que funcionen las instituciones democráticas. El otro y evidente aspecto negativo está en la instrumentalización del poder para beneficio material de los familiares, lo que es simple y llanamente corrupción.
*Es director del Instituto Iberoamericano de la Universidad de Salamanca.
Artículo publicado originalmente en El Independiente | El diario digital global en español