
Camina por ciudades que alguna vez le han sido entrañables. Aunque apenas tenga un hueco en agendas apretadas hace de tripas corazón para recorrer trayectos que tiene gravados en la memoria. Conoce de sobra a dónde le conducen sus pasos, si bien se trate de un deambular sin propósito alguno. Constata que permanecen lugares que le resultan conocidos y que ciertos negocios han cambiado por otros. Unas obras han mejorado las aceras; por fin han puesto un semáforo en aquel cruce infernal donde recuerda que se jugaba la vida para atravesarlo. La gente se afana en los parques haciendo ejercicio y por algunas calles se mueve envuelta en los prolegómenos de su actividad laboral. En las plazas hay mercados improvisados. El tráfico sigue siendo caótico con independencia de la hora. Una ligera llovizna intermitente no impide su marcha.
Rememora historias que pueden ayudar a entender qué hizo por esos andurriales, cuándo, con quién, para qué estaba allí. Las visiones se entreveran y todo parece resultar una vieja película de la que apenas existe un hilo conductor y media docena de imágenes deshilvanadas. El tiempo ha transcurrido, pero eso no lo agobia, tampoco la desmemoria acerca de ciertos pasajes. No tiene importancia. Sabe que vivió allí y que esos entornos que ahora pisa pudieron haber sido su hogar de forma más permanente, como imaginó en más de una ocasión. No fue así. Solo recuerda el afán que tenía de abandonar su ciudad, su país, y de echar raíces en otro rincón del globo. Buscar un hueco donde hacer un alto en el camino y dejar atrás lo que había ido pergeñando a lo largo del excesivo tiempo transcurrido.

Su vida de trotamundos le llevaba de un lugar a otro, pero aquellas dos ciudades terminaron imponiéndose sobre el resto. Ahora pisa sus calles, sus parques y goza de la reinvención del pasado, como es usual. No se trata de volver la vista atrás, ni menos aun de consultar lo que entonces escribió que permanece en el cuaderno azul o en archivos dormidos en su viejo ordenador. No. Basta una mera mirada de soslayo al contorno que encauza sus pasos porque como por ensueño todo aparece de manera no necesariamente precisa, pero suficiente. Su caminar solitario conjuga un estilo de vida que, por otra parte, no requiere de espectadores. Tampoco tiene necesidad alguna de aclarar las cosas a nadie. Durante minutos no piensa en nada. Para él es una forma de meditación, aunque no sea canónicamente reconocida como tal.

En Quito le sigue estremeciendo el contorno del Pichincha que es testigo de sus andanzas que cruzan la Carolina. Ha llovido antes de que saliera a caminar y el cielo está gris. En el Ejido se distrae con la oferta ambulante de cuadros y artesanía. La avenida Amazonas está menos animada que en otras ocasiones y apenas se cruza con un par de turistas.
En Medellín desciende por la calle 33 hasta Laureles envuelto en una llovizna pasajera. El panorama al despuntar el día es el opuesto al que vio la noche anterior cuando el bullicio se apoderaba de las aceras. La mañana del sábado contrasta con la noche del viernes como en cualquier otro lugar. El valle inmenso, que a su llegada divisó desde lo alto al salir del túnel del Seminario, ahora lo acoge en su seno como una pieza minúscula desvalida de todo tipo de trascendencia.
En ambas urbes el mar está ausente.

De una ciudad andina a la otra le sigue golpeando la idea conformadora del guion que ha configurado el poema acerca del amor escrito por sus pasos e inspirado por esos espacios tan bien conocidos. Un asunto que no hacía mucho había aparecido en una conversación apasionada. El amor como el motor principal de la vida y, cuando está presente, como fuente de motivación para superar las dificultades y realizar las tareas diarias, transformándolas en experiencias gozosas y llenas de energía. De modo que se interroga si es verdad que el amor sea la experiencia humana más importante, intensa y valiosa que existe, como ella le manifestó mientras miraba profundamente a sus ojos y cogía sus manos.
Le resulta tentador caer en la reproducción de lugares comunes con respecto a qué es el amor, pero no desea que ocurra; además, quiere tener una opinión sin verse afectado por el estado emocional en el que pudiera encontrarse habida cuenta de su carácter ciclotímico y del momento por el que está pasando. Cuando piensa en el amor supone que se trata de algo que integra una serie de elementos como confianza, compartir, compañía, apoyo mutuo, sexo, afecto y, quizá, tener un proyecto de vida común. Todas suponen un papel de condición necesaria, pero ninguna es suficiente por sí misma. Se necesita, por tanto, un engarce complejo.

Entre Quito y Medellín había vivido mucho tiempo. Le encantaría llevar una mejor contabilidad de su vida y saber el número exacto de días en los que estuvo en ambas y en los que amó de forma intensa, pero también en los que la ausencia de amor estuvo presente. Hacer balance es siempre necesario, aunque el resultado sea desalentador. En ambas ciudades cuando las nubes hubieron abandonado el cielo ha caminado con el sol en las espaldas y también con miradas ajenas que lo siguieron hasta desaparecer tras la puerta de un aeropuerto.
Conoce el proceloso efecto de las emociones y, como la sombra que él mismo proyecta enfrente, su carácter quebradizo. También entiende que para que existan es necesario una fuente de luz que en ambas ciudades las montañas aledañas terminan ocultándola pronto, a diferencia de aquellas que son costeras y el mar es el escenario del ocaso. Sabe asimismo del significado de caminar en el sentido inverso, cara al sol, algo que detesta. Sin embargo, lo que más le angustia, parafraseando al título de su admirado Javier Marías, es el efecto de la negra espalda del tiempo.