DestacadasRelatos

Relato de Manuel Alcántara. EL SILENCIO.

Por: Manuel Alcántara Sáez.

Dos no discuten si uno no quiere. El silencio, además de una actitud ante la vida, es una forma de comunicación compleja pues su interpretación es variopinta. Constituye un decorado que a algunas personas comporta paz mientras que a otras genera nerviosismo; supone también un ejercicio de autocontrol, aunque a veces no queda más remedio que mantener la boca cerrada. Hay gente introvertida a quien no le cuesta mantenerlo, mientras que el exceso de afabilidad lleva muy mal el mutismo. La callada por respuesta puede contener significados contradictorios y alentar actitudes subsiguientes no deseadas; por su parte, la verborrea conlleva el incremento del riesgo de meter la pata y de fomentar el uso de lugares comunes que arruinen una relación.

La clausura es un estado monacal donde el silencio es ley como lo es en el minuto de silencio cuando lo que se honra es la memoria de alguien que nos ha dejado definitivamente. Situaciones de obligado cumplimiento como cuando se impone hablar ahora o callar para siempre, una disyuntiva terrible para quien no tiene las cosas claras ni sabe sopesar las consecuencias. El silencio de los corderos, título de un legendario film de 1991, sublima el chillido de los animales en el matadero que se enquista en la cabeza de la protagonista, Clarice Starling -Jodie Foster-, con la búsqueda de una paz interior que se enreda cuando en su investigación sobre un asesino en serie topa con Hannibal Lecter -Anthony Hopkins-.

Una de las peores secuelas del abandono es el silencio que sigue y que solo en ocasiones es interrumpido por el murmullo que genera el sollozo. El niño oculta su vacío interior cuando deja atrás las puertas del colegio hasta el que le ha conducido la abuela sumergiéndose en el ruido de la clase que apenas si alivia su desamparo. La persona abandonada por su pareja sufre el desánimo que le zambulle en un mutismo total del que no regresa hasta pasada la fase del duelo. Los vivos que entierran a sus muertos saben de la soledad y no soportan el silencio que se deriva de ella usando a las plañideras o a ruidosas pompas fúnebres y todo ello a pesar del popular dicho relativo a ¡qué solos se quedan los muertos! La ausencia casi siempre acarrea silencio y este genera una zozobra que agudiza el sentimiento de orfandad.

La niebla había sumido al pueblo en una quietud aun mayor a la habitual. Ningún pájaro osaba romper la cortina de sigilo que se había impuesto y los pocos perros del lugar permanecían agazapados con las orejas gachas. Se diría que todo tenía un aire espectral acentuado por la tristeza de aquel día cuando las noticias procedentes de la capital no eran halagüeñas. La radio había carraspeado durante un buen rato para anunciar el desastre ocurrido y después quedó muda. Nadie supo entender lo que había ocurrido, pero la sensación de hecatombe lo invadió todo. Ahora se trataba de no salir de casa y de no dar señales de vida. Todo debería quedar bajo un manto de serenidad forzada hasta que pasara el tiempo. Como siempre había ocurrido. El transcurso de las semanas, después de los meses y quizás de los años, traería las cosas al lugar donde siempre estuvieron.

Su madre le dijo que en la hora de la siesta no se debería mover ni una sola brizna. Era el tiempo de reposo por excelencia y los juegos deberían suspenderse hasta que el abuelo diera el aviso de que el momento de salir de la casa había llegado. En el viejo caserón los cuartos guardaban historias que se nutrían con el silencio que sucedía después de aquellas breves sobremesas del estío cuando todo el mundo se retiraba a sus aposentos. Él hoy recuerda aquello con una mezcla que no sabe diferenciar bien de pavor y de sosiego, pero por encima de todo prevalece la añoranza de un tiempo que sabe que no volverá. El ronquido lejano desde el cuarto del abuelo resucita momentos de penuria y de agónico profundo, pero a la vez rememora una etapa de su vida en la que ningún recuerdo ensucia su memoria ni asocia al silencio con la carga negativa que luego tuvo cuando sus pasos lo llevaron a ser un comparsa en la feria de las vanidades en la que era un actor más.

Aunque no se escuchaba nada en la gran sala de estudio los móviles en modo silencio no paraban de recibir mensajes. Muchos estaban conectados con sus audífonos atendiendo música o programas grabados en diferentes modalidades. Seguían a sus favoritos ruidosos de las redes sociales. Todo configuraba un marco impoluto de sonido alguno donde el ruido en sus cabezas era el patrón dominante. ¿Eran conscientes de que Simon&Garfunkel cantaron en la década de 1960 The sounds of silence en la que señalaban que “las palabras de los profetas estaban escritas en las paredes del metro”? Quizás alguien lo escuchó viendo El graduado, aunque el tiempo no pasa en balde. Ahora, los profetas de nuevo cuño articulaban el odio en la más constante y agresiva profanación del silencio con Gaza en el olvido total.

Han transcurrido 20 minutos desde que, tras dejar sendos cafés encima de la mesa, la camarera recibió la conformidad por parte de la pareja del servicio brindado. Desde entonces no han despegado los labios. Tampoco han cruzado sus miradas. Ella pierde la vista en el acontecer de la calle que vislumbra al otro lado del gran ventanal. Él mantiene la cabeza gacha y centra su mirada en las manos de ambos, posadas sobre la mesa, y en las tazas que han ido vaciándose poco a poco, sorbo tras sorbo. Ninguno ha consultado su móvil, sabedores de que ese acto podría desencadenar una discusión que no desean. El silencio es un jarrón de cristal cuya dureza puede quebrarse en cualquier instante derramando todas las emociones acumuladas durante aquel día en que conmemoran el momento en que se conocieron hace 30 años.

Si te gustó, compártelo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Social media & sharing icons powered by UltimatelySocial